Timoteo 4, 9-17a; Sal 144, 10-11. 12-13ab. 17-18 ; san Lucas 10, 1-9

“Dimas me ha dejado, enamorado de este mundo presente (…). Alejandro, el metalúrgico, se ha portado muy mal conmigo (…). Que Dios los perdone”. Al pensar en un santo de la categoría de Pablo, podemos caer en la tentación de imaginar que arrastraba tras de sí todo lo que tocaba o predicaba. Al hilo de la lectura de hoy, parece ser que no todo fue “miel sobre hojuelas”. Lo que se nos pega como una lapa son las cosas de este mundo. Ese deslumbramiento que supone oír la verdad del Evangelio en un primer momento, ha de ser tamizado por el tiempo… y por todo lo que hemos de dejar, y que supone un lastre para empaparnos de Cristo.

Fueron muchas las conversiones en la primera época del cristianismo, pero también es cierto, si leemos con atención el Nuevo Testamento, que muchos fracasaron o traicionaron la llamada de Dios. Un tesoro tan extraordinario como es una vocación divina (un matrimonio cristiano, un sacerdocio, una llamada a la virginidad o al celibato, etc.), nunca supone la erradicación de esas tendencias propias de la naturaleza… y del pecado. Hemos de repetir que lo sobrenatural nunca hace desaparecer la naturaleza, “simplemente” la eleva. El entrecomillado lo ponemos conscientemente, porque, si por parte de Dios supone pura gratuidad, para el ser humano siempre hay una carga de desprendimiento y sacrificio. Nuestra tarea, la tuya y la mía, consiste en discernir constantemente todo aquello que es Dios, o todo lo que nos aparta de Él. ¿Ves ahora la importancia de la oración, de la confesión, de la Eucaristía…?

San Pablo era consciente de tanta debilidad humana porque también él nos habla de la suya propia, y de las continuas luchas que tuvo que sobrellevar (ajenas y personales). Enamorarse es algo muy hermoso, pero quedar prendado con los ojos puestos sólo en el mundo, significa que Dios tiene que ver poco con nosotros, más bien nos estorba. Alejandro, al que Pablo llama el metalúrgico, debió de ser un herrero de reconocido prestigio, y su trabajo lo haría extraordinariamente bien. También nos encontramos todos los días con gentes que son grandes profesionales.

Me comentaban hace poco de un médico que había abierto varias clínicas privadas que atendía personalmente, y que gozaban de mucha demanda. Esto, humanamente hablando, resulta un verdadero éxito, pero el que me hablaba de estas cosas también hacía referencia a que, debido al tiempo que empleaba en su trabajo, llegaba a casa todos los días de madrugada y, al día siguiente, a las ocho de la mañana, se encontraba ya en su despacho de una de las clínicas. Su mujer y sus hijos debían de pagar el precio del éxito. La pregunta es: después, ¿qué?, ¿vale dejar la vocación de marido y padre por amor a este mundo… la gloria, el dinero, la fama y el reconocimiento?

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. San Pablo pide perdón por aquellos que se han vuelto atrás, y tiraron por la borda la llamada de Dios. El Apóstol continuó su predicación y su evangelización hasta dar la vida en Roma. Jesús en el Evangelio nos dice: “¡Poneos en camino!”. Así lo hacemos, sin volver la vista atrás, y con el convencimiento de que la ganancia obtenida es infinitamente mayor que cualquier ganancia del mundo y que cualquier amenaza.

Como a la Virgen María, a nosotros nos ha ganado el amor de Cristo. Sin despreciar a nadie, más bien con el perdón en los labios, nos adentramos en el corazón del mundo y repetimos, una y otra vez: “Está cerca de vosotros el reino de Dios”.