Efesios 2, 12-22; Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14 ; san Lucas 12, 35-38

“Él es nuestra paz”. Sí, estoy de acuerdo contigo, son muchas las cosas que te agobian. Dices que has puesto todo por tu parte para que en casa fueran las cosas con la mayor concordia posible. Tus convicciones de siempre se tambalean. El ambiente te recrimina todo aquello en lo que crees. Han pasado los años, y no ves correspondencia a tanta generosidad y entrega como ha habido en ti. Con la voz entrecortada, casi ahogando las lágrimas, suspiras: “He perdido la paz”.

“Unos y otros, podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu”. Las circunstancias han podido cambiar. Algunos seres queridos han podido desaparecer. Tus proyectos de ahora pueden parecerse muy poco a lo que años atrás imaginabas. Las canas aparecen inexorablemente en tu pelo y en tus gestos… ¿Has pensado alguna vez en aquello que, dependiendo de ti, y que ningún agente externo podía obligarte, no debía de cambiar?

“Vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu”. Las quejas que nos van empañando el carácter y el ánimo se convierten en un verdadero obstáculo para la gracia de Dios. No te digo que no tengas razón, sino que hay otra razón, mucho más seria que la tuya, y que dejamos en la percha de nuestros olvidos. Lo que decía el filósofo: “Nada permanece, todo cambia”, es la gran falacia que hemos trasladado a nuestro vivir cotidiano.

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas”. El mandato que nos da Jesús no es para momentos extraordinarios, se trata de un aptitud que hemos de tener siempre. Los estados de ánimo, y todas las circunstancias que pudieran servirnos de excusa, no pueden ser obstáculo para semejante determinación. No se trata, por otra parte, de un ejercicio voluntarista sin más, tampoco es un consejo de un buen amigo, ni una amenaza que nos obligue a actuar con temor. Cuando Cristo nos habla con semejante lenguaje, se está poniendo en el lugar de cada uno, para recordarnos cuál es la única forma de actuar con coherencia, y sin que nunca nos reprochemos nada…. y mucho menos a Dios.

“Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”. Despiertos o dormidos, sanos o enfermos, con ganas o sin ellas, en todo momento hemos de encontrarnos en vela, es decir, en la presencia de Dios. ¿No pasas tanto tiempo en tus “cosas”, perdiendo las horas y los días en tantas “urgencias” y en tanto activismo “imprescindible”? ¿Es que Dios no tiene nada que ver contigo y con lo tuyo? ¿No será que lleguemos a la conclusión de que, si nuestros actos, palabras y pensamientos, tuvieran que pasar por el querer de Dios, descubriríamos nuestra falta de lealtad y fidelidad a Aquel a quien debemos la vida y lo que somos?

Ser hijos de Dios no es ni un apellido, ni una losa que nos impida ser más humanos (“normales”, dicen algunos). Todo lo contrario, si Jesús nos urge para estar siempre en vela es porque Él es también hombre, y su humanidad está puesta siempre al servicio de la voluntad del Padre. Por eso nos dice san Pablo: “Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo”. No es un añadido, es lo que da fundamento y consolida nuestra vida en todos y cada uno de los recovecos de nuestra existencia. Y cuando la Virgen estuvo junto a los apóstoles en oración, después de ascender Jesús a los Cielos, les recordaba con su presencia la necesidad de perseverar en el amor a su Hijo, no como algo memorable, sino como una necesidad vital, y en la que debían perseverar hasta la muerte… para llegar a la vida definitiva.