Efesios 3, 2-12; Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6 ; san Lucas 12, 39-48

Un buen amigo mío me contaba el otro día una teoría que había encontrado no sé dónde. Los amigos a veces te cuentan teorías sin decirte de dónde vienen, para ver si cuelan, pero yo creo que en el fondo son suyas, y que van un poco de tanteo, por si acaso no cuadran mucho envainar y aquí no ha pasado nada, hasta la próxima teoría. Ya se sabe que los experimentos en casa y con gaseosa. Me decía este amigo, llenándose de razones, que se podría muy bien argumentar que el hombre se mueve en cuatro “mundos”: la época de la inconsciencia, del juego, que es el tiempo de la niñez; la época de la arrogancia, del exceso, que es el tiempo de la adolescencia y primera juventud; luego vendría la época del asentamiento, de la estabilidad, que es el tiempo de la madurez; y finalmente estaba la época del “que me quede como estoy”, el tiempo de la vejez. Y abundaba en su descubrimiento porque se dio cuenta de que hasta el momento no le había puesto muchas pegas: cuando uno es niño salta y corre y tan contento, cuando uno es joven se pasa tres pueblos y se queda tan ancho, cuando uno empieza a ser maduro se acuerda de lo que le decían sus padres y dice: pues era verdad, y cuando uno ya ha traspasado cierto límite, pues eso, bastante es con que no te duelan tres cosas a la vez, porque dos, al menos, seguro que te duelen.
No le dije mucho, aunque me pareció bastante sensato lo que me había dicho, lo que pasa es que salió a relucir otro tema y pasamos a él con toda paz. Y mira, por dónde, su teoría me sirve ahora para darme cuenta de que lo que sí nos ocurre a todos es que, en cualquier caso, reconocemos más bien poco el valor de lo que tenemos, y reconocemos mucho peor aún que eso que tenemos es don de Dios. Es verdad que a veces tomamos la vida como juego, somos un poco críos, otras veces tomamos la vida como una especie de montaña rusa a la que hay que subirse y vibrar en ella de forma vertiginosa; en otras ocasiones quizá no nos queda más remedio que acoplarse a lo que uno tiene y ser realista, ya está; posiblemente las más de las veces nos conformamos con la queja por todas las cosas que nos vienen encima sin que nosotros las busquemos. Total que no terminamos de encajar que la vida no es exactamente nuestra sino de Dios. Algo tan sencillo y a la vez tan complicado de admitir.
En el evangelio de hoy, para terminar de “rematar la jugada” Dios se presenta a Sí mismo como un ladrón. Un maravilloso ladrón. ¿Y eso? Un ladrón de amor, un ladrón exigente que quiere “saquear” nuestra casa y tomar todo lo nuestro porque… todo lo nuestro es suyo. Lo que ocurre es que puede uno vivir con la ilusión de sus tesoros, de todo eso que sin darse cuenta (o dándose perfecta cuenta) llena de alegría su vida, sin notar que no somos propietarios, de nada, sino administradores de todo. Todo lo ha puesto Dios en nuestras manos, pero está legitimado para pedirnos cuentas de ello. Es curioso, es un ladrón camuflado, porque resulta que el ladrón es el dueño que lo que hace es vigilar concienzudamente sus propiedades. Me estoy acordando en estos precisos momentos de esa oración que nos enseñaron de pequeños y que yo recomiendo a los padres para que se la enseñen cuanto antes a sus hijos: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tuyo es, mío no”. Y he pensado también que, a veces lo quiero tanto (Tú lo sabes, Señor, que no te miento), que te he robado el corazón, y ya no sé quién es más ladrón, si Tú o yo. Bueno, da igual. Vamos a pedirle a Nuestra Madre, la Virgen que le demos tanto al Señor que nos llenemos de sus tesoros, Ella sabrá ser el primer y más gran tesoro de nuestra alma.