Efesios 4,1-6; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 ; san Lucas 12, 54-59
“Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”. Ante el ambiente tan “desafortunadamente” contrario en el que vivimos, habría que preguntarse cómo andamos de unidos los cristianos. La unidad, siendo un concepto fácil de definir, resulta muy complicado a la hora de ponerlo en práctica. Una de las fórmulas empleadas dentro de la Iglesia para hablar de los distintos caracteres y culturas de sus miembros, y que, a la vez, hace referencia a estar unidos en una misma fe, es la de “unidad en la diversidad”. Si uno está atento un poco a los acontecimientos de la era cristiana, descubrirá que en los momentos más dramáticos de persecución es cuando más se ha manifestado dicha unidad. ¿Vivimos ahora uno de esos momentos? Tengo la impresión de que no. Cuando una persecución está alimentada con aburguesamiento, bienestar, facilidad para tener, ociosidad, etc., es mucho más fácil manipular al que se persigue. Habría que decir que nos encontramos con un caldo de cultivo, denominado tibieza, que favorece la inmersión en el gran “océano” de la indiferencia.
Acostumbrarse, por ejemplo, a la autosuficiencia de los poderosos y al egoísmo y a la superficialidad de los que denominamos “los grandes de este mundo”, nos lleva a despreciar la humildad. La vanidad y el interés personal es contrario a la amabilidad y a la comprensión, ya que se buscará la forma en que podamos “sacar partido” a los demás en beneficio propio. Las disputas, y el afirmar el juicio personal, nos llevan a no ejercer la paciencia, y reducir la paz a una especie de demagogia, donde lo único que importa es la “solidaridad universal”… pero en clave “light”.
Cenaba ayer con un amigo al que me vinculan muchos años de amistad. Insistía en que le diera mi parecer sobre la situación moral en nuestra querida España. La prensa, la radio, la televisión, muchos políticos… parecen haber emprendido una carrera de desprestigio contra la Iglesia, y mi amigo buscaba una respuesta a tanta inquina partidista y aparentemente teledirigida. “¿Cómo puedo ayudar, sobre todo viendo que entre los propios cristianos no existe verdadera conciencia de unidad?”, se preguntaba. Ante este tipo de cuestiones, uno (siendo sacerdote) puede sugerir dos cosas. Primero, animar al interlocutor a que rece y que ponga las cosas en manos de Dios (cuestión que, por otra parte, hay que hacer siempre). La otra sugerencia es que participe activamente (escribiendo artículos en la prensa, uniéndose a algún grupo que prepare y anime movilizaciones de católicos disconformes…). Sin embargo, y sin huir de ambas posibilidades, mi empeño se centró, más bien, en hablarle de la virtud de la Esperanza. Y como ya andaba preparando este comentario, le cité las palabras de san Pablo: “Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo”. ¿Cómo puede un padre olvidarse de aquellos a quienes ama?, ¿cómo puede un padre despreciar a los que conoce tan íntimamente?, ¿cómo puede un padre permanecer indiferente ante aquello que le pertenece tan propiamente, y que ha salido de sus manos?… Y le dije a mi amigo que la unidad de los cristianos empieza por saber que tenemos un mismo Padre (al paciente lector le diré, confidencialmente, que este argumento tampoco resultó convincente al que tan atentamente me escuchaba; más bien, “le sonaba” al primer tipo de sugerencias).
“¿Cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?”. “Saber esperar” no es una actitud quietista ni pacifista, sino el cimiento de la esperanza, y el vínculo hacia una misma fe, que se traduce en humildad, comprensión y paciencia. La Virgen María supo esperar… y esperó hasta el fin. Por eso supo juzgar el tiempo en el que vivía, e hizo lo que debía. Me imagino a la Virgen en el Cenáculo, en medio de esos apóstoles miedosos y escurridizos, recordando lo que dijo en Caná: “Haced lo que Él os diga”. ¿Has hecho caso a Nuestra Madre para que todos, verdaderamente, seamos uno en Jesús?