san Pablo a los Efesios 6, 1-9; Sal 144, 10-11. 12-13ab. l3c:d-l4 ; san Lucas 13, 22-30

Esta pregunta que le hacen al Señor es algo que va más allá de la mera curiosidad. Es algo que está dentro de las preocupaciones más íntimas del hombre: la salvación o la condenación eterna.
Estamos de todos modos en un mundo, actualmente, en el que hemos llegado a no plantearnos estas preguntas. Esto -se ha dicho- es uno de los logros más grandes del demonio en nuestros días. Que esta pregunta, o éste tipo de preguntas fundamentales, tremendas para la vida del hombre: “si son muchos los que se salvan”, “qué ocurre con los que hacen el mal, los que adulteran, matan o roban, cuándo se mueren, ¿quedan en igual situación que los que han luchado por su familia día a día sin robar, sin adulterar o sin matar?”, “¿quedan igual los que han sufrido vejaciones de sus jefes o de sus cónyuges o desprecios, burlas de los amigos?”, “¿es igual el muerto que ha vivido los “presuntos” mandamientos de la ley de Dios que el que no los ha vivido, incluso ha alardeado de saltárselos casi todos?”.
Lo curioso no es tanto la pregunta, como la respuesta. Mejor dicho la no-respuesta, aparente, del Señor. Pues Él no dice “sí, son tantos” o “no, no llega a un centenar”. Se ve que el Señor no está mucho con el tema de las estadísticas. Y no lo está porque, en realidad, que se salven muchos o pocos no importa tanto, casi diría, nada, cuanto que me salve yo o no me salve yo. Si las estadísticas arrojaran una salvación del mil por uno, pero soy yo el uno que no se salva, poco importan los datos científicos.
Se entiende la contestación que da el Señor ante aquella pregunta: “Jesús les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”.
Lamentablemente sí que da un dato estadístico. Digo lamentablemente porque dice que “muchos intentarán entrar y no podrán”. Luego, “muchos”, no se salvan. Esto es importante considerarlo porque creo que todos tendemos a “enviar al infierno” sólo a los terroristas. Y, ciertamente, hay un mandamiento de la ley de Dios, el quinto concretamente, que anima a respetar la vida del prójimo si es que no queremos, consiguientemente, engrosar las listas de las estadísticas de los que no se salvan por causa de este quinto mandamiento.
Pero los mandamientos son diez, no sólo uno. Por lo tanto, es bueno lo que en el Evangelio se nos invita a meditar: “mi” vida y “mi salvación”. No dice el Señor “cuantos se salvan”, pero sí nos dice en otra ocasión algo que le importa mucho a Dios y -no sé si decir que a nosotros más-, que es el atender a nuestra conducta: “¿de qué le vale al hombre ganar el mundo si al final pierde su alma?”. “Su”, la suya de él, la tuya, la mía; si se pierde mi alma o el alma de mi ser querido, con quien he compartido alegrías y penas: mi esposa, mis hijos.
Por eso la contestación del Señor va en la misma línea: “esforzaos en entrar por la puerta estrecha”; que es como si nos dijera: “no importa si son muchos o pocos, tu, esfuérzate, lucha, vive la caridad con el prójimo, cumple tu trabajo con generosidad, no critiques, no levantes falso testimonio, no cometas actos impuros, no codicies los bienes ajenos…Tu, yo, él, personas concretas: somos -uno a uno- los que tenemos que salvarnos.
Y todavía nos da una pista más: luchar, esforzarse para entrar “por la puerta estrecha”. Se trata de una llamada de atención, un alerta para quienes creen que se pueden burlar del Señor. A Dios no le engaña nadie. Que nadie se equivoque o se engañe así mismo: la puerta que nos da entrada a la vida eterna, es estrecha. No se entra fácilmente. “El camino” -dirá en otra ocasión el Señor-“es empinado y angosto”; “no todo el que dice Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que cumple la voluntad de mi Padre; ese entrará”. Que Dios nos ayude en este empinado caminar hacia la vida eterna y que con nuestro esfuerzo, abramos con facilidad la estrecha puerta del cielo.