san Pablo a los Efesios 2,19-22; Sal 18, 2-3. 4-5 ; an Lucas 6, 12-19

Realmente es impresionante oírle decir a San Pablo de nosotros, de cada uno de nosotros, que somos “miembros de la familia de Dios”; esto debería de llenarnos de tal alegría que nadie ni nada nos pudiera preocupar. Pertenecemos a una familia divina, donde no nos puede faltar nada de lo necesario para llegar a la culminación de nuestra vida, a la realización perfecta -esto es llegar a ser santo- al final de nuestro paso por esta tierra. En esta familia tenemos de todo: gracia de Dios para remediar nuestras debilidades, un Padre, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra (como recordamos los domingos en la Misa; un Hermano nuestro mayor -Hijo de Dios Padre- que nos quiere tanto, que no se ha quedado en palabras bonitas o predicaciones emocionantes, sino que ha dado su vida por nosotros y, además, de un modo que, pudiendo evitar tanto sufrimiento, ha querido pasar por ello para que no nos quedara ninguna duda de que nos ama con locura; una tercera Persona -el Espíritu Santo- que cuando creíamos que con la marcha de Jesucristo al Cielo nos íbamos a quedar huérfanos, se nos ha dado como regalo el Abogado que intercederá por nosotros, el Espíritu de Verdad que nos hace clamar “abba”(“papá”), y que nos vuelve a recordar -como hace la primera lectura de hoy- que somos hijos de Dios, y si hijos de Dios hermanos de Jesucristo y si hermanos, herederos de los bienes de nuestro Padre, que no son otros que el bien de la vida eterna.
Y para este caminar nuestro por la tierra que, al final no es tan largo -setenta, ochenta, noventa años…- nos deja el alimento para no desfallecer: la Eucaristía, pan de Ángeles, se le ha llamado (impropiamente, porque los Ángeles no pueden comulgar; el hombre, si), “prenda de vida eterna”, eso sí, porque sólo puede comulgar, como es sabido, el que está en gracia de Dios, y ese es el que puede -si muriera en ese momento- ir al cielo, por eso es “prenda”, señal, aval de conseguir el fin de nuestra vida.
Este año, desde el 17 de este mes de Octubre, como sabemos, ha querido el Papa que sea año Eucarístico: ¿qué le falta a este mundo para que sea más humano?, ¿quien falta en esta reunión, en este mundo nuestro que ha perdido el norte? Y la respuesta, una vez más se nos adelanta el Papa: la presencia que falta es la de Cristo: “yo soy la salvación del mundo”, “yo soy el camino, la verdad y la vida” “quien camina en mi no camina en tinieblas”. Es como si Juan Pablo II hubiera pensado: para que Cristo esté más presente en este mundo, es necesario que esté en los corazones de los hombres -ese es el sitio natural de nuestro Dios, el corazón del hombre- hagamos lo posible para que toda la humanidad, al menos el orbe católico haga presente con su comunión y con su adoración al Amor de los amores, a Cristo en el mundo. El medio es la Eucaristía.
Y, en la fiesta de hoy de los apóstoles Simón y Judas, la Iglesia nos sigue recordando a través de la primera lectura de hoy que, no solo “somos miembros de la familia de Dios”, y, por tanto, contamos con todos esos bienes que hoy hemos considerado, sino que, además “estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu”.