san Pablo a los Filipenses 1, 18b-26; Sal 41, 2. 3. 5bcd ; san Lucas 14, 1. 7-11

Lo que nos dice el Evangelio de hoy no deja de ser curioso. Según se va leyendo, parece que se trata de una clase de urbanidad, o de buen comportamiento: “cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal” incluso parece que el motivo es para no hacer el ridículo: “no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tu; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá ‘cédele el puesto a este’. Entonces avergonzado irás a ocupar el último puesto”.

Ésta aparente lección de urbanidad no es tal, o mejor dicho, es más que eso: es todo un ejemplo que el Señor nos pone, para que, una vez más, nosotros aprendamos la importancia de la virtud de la humildad. Por eso, al final de estas “reglas de urbanidad”, el Señor concluye: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Ante este pasaje que hoy comentamos y tantos otros del Evangelio en ésta misma línea cabría preguntarse ¿qué tendrá la humildad que tanto agrada al Señor? Casi se podría decir que es la virtud de la que más habla el Señor -de palabra y de obra, es decir, con su propio ejemplo-, después, claro está, de la virtud del amor, del amor a Dios y al prójimo: de la caridad.

Que sea la virtud de la humillad la que al Señor más le importa de nosotros parece muy claro al leer en el Evangelio: “aprended de Mi que soy manso y humilde de corazón”. El Señor se nos pone de ejemplo, así, claramente de ejemplo, de ésta virtud.

Es curioso que el Señor no nos diga “aprended de mí que soy trabajador y cumplidor de mi deber, de modo perfecto e intachable”. Digo que es curioso porque para muchos hombres y mujeres de hoy a veces podría parecer que fuera ésta la única virtud, o la más importante: ¡Cuántos maridos o esposas abandonan el trato con sus hijos, con el otro cónyuge, porque “tienen mucho que hacer”!; llegan muy tarde del trabajo, a penas ven a sus hijos y encuentran al otro cónyuge ya casi dormido cuando llegan a casa.

Tampoco dijo “aprended de mi que soy limpio y puro de corazón”. Es verdad que la virtud de la pureza, la castidad –el sexto mandamiento-, le hemos dado los cristianos una gran importancia. No digo que “desmedida”, porque todo lo que implique pecado grave, en caso de no vivir el correspondiente mandamiento, nunca estará de más insistir en que lo vivamos bien. Eso es cierto. Pero, siendo Jesús la misma Pureza, no obstante no se nos puso el Señor de arquetipo de ésta virtud. Y así, podríamos ir yendo virtud por virtud, o mandamiento por mandamiento, y presentar a Jesucristo, con toda la razón del mundo, como modelo; pero el caso es que no lo hizo: sólo se pone de ejemplo como hombre que vive la virtud de la humildad. ¿Qué tendrá ésta virtud de la humildad que tanto gusta al Señor? Dicho de otro modo ¿Por qué será tan importante, que tanto atrae a Dios?

Aún podríamos añadir, que es sentencia común entre los teólogos, que el motivo, el punto central por el que Dios Padre eligió para como la Madre de Jesús a una joven de Nazaret -toda pura, toda amable, toda servicial- fue, precisamente, por ser la más humilde. Conclusión teológica que, además, bastaría con leerse el pasaje de la Anunciación para que ya no tuviéramos la menor duda de que fue así. Que seas tu, pues, quien extraigas los propósitos para tu propia vida personal, en relación con Dios y con los demás.