Sabiduría 11, 22-12, 2; Sal 144, 1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14 ; san Pablo a los Tesalonicenses 1, 11-2,2; san Lucas 19, 1 – 10

“Señor, el mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra”. Así empieza -Sabiduría, 11, 22-, la primera lectura de la Misa de hoy.

La grandeza de Dios no solemos tenerla presente ante nuestros ojos. Acostumbramos a tener mucho más presente en nuestra mente aquellas cosas que nosotros hacemos. Damos más vueltas a las cosas que creamos nosotros, que a la grandeza de las obras hechas por Dios: si yo hubiera hecho algo, como el sol o la luna, o un mar, o una flor, quizá no pararía de contárselo a los demás, y que me felicitaran y me admirasen por ello. Me alabarían y me señalarían por la calle: ¡mira -dirían- el que ha hecho las aves del cielo! Sin embargo, todos los días sale el sol, vemos montañas, o a otros hombres caminar a nuestro lado, y “no vemos” a Dios, al Autor de todo ello: lo más grande de ésta vida, lo ha hecho Dios: “todo fue hecho por Él” nos dice San Juan. En esta lectura de hoy se nos presenta, de modo más claro aún, hasta donde llega el poder de Dios: “¿cómo subsistirían las cosas, si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si tú no las hubieses llamado?” De ahí lo que dice el salmo de la Misa: “Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás. Día tras día, te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás”.

Por eso, se entiende perfectamente que, al menos una vez a la semana, se haya concretado el día en el que manifestemos toda nuestra alabanza, alegría, agradecimiento a Dios por su grandeza, y por el esplendor de la obra de su creación; y que se lo manifestemos con la “Misa dominical” (día también de la Resurrección del Señor). Éste podría ser uno de los motivos por los que asistir a Misa el domingo; así lo expresa el salmo que hoy nos presenta la Misa: “Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas”. Se ha dicho, y es verdad, que la Misa es un acto -el más grande- de acción de gracias a Dios.

Nos escribe Juan Pablo II: “La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical” (Dies Domini, 46). Y con esa ilusión del Papa de trasmitir la fe a los que vengan después, añade: “se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical” (Dies Domini, 36)

Todas las criaturas salidas de la mano del Señor, dan gloria por el mero hecho de su existencia, con el cumplimiento de las fases y los ciclos que el mismo Dios les ha dado. Así es en el reino animal, vegetal o todo el mundo inanimado. Pero ha querido Dios -dándonos la libertad- que el hombre no le de gracias o le bendiga de este modo, sino que – “a su imagen y semejanza lo creo Dios”, leemos en el Génesis-, sea con su inteligencia, con su libertad, el modo como el hombre se dirija, consciente, a darle gracias o alabarle.

Si esto es así, podemos entender que a la hora de darle gracias pueda ser también el mismo Dios -y no mi criterio, o lo que a mi me parece- quien nos diga el mejor modo en el que podamos llevar a cabo esa acción de gracias. Ese modo lo ha concretado para nosotros con la Misa dominical, y no lo olvidemos: “quien me ama cumple mis mandamientos, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”. Fíjate lo terrible que resultan estas mismas palabras leídas en sentido negativo: “quien no cumple mis mandamientos, no me ama, y mi Padre no vendrá a él y no haremos morada en él”. Piénsalo. Y ojala que todo esto te motive para acudir cada domingo a dar gloria a “Dios Padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”, como decimos en el Credo que rezamos todos los domingos en Misa.