san Pablo a los Filipenses 4, 10-19; Sal 111, 1-2. 5-6. 8a y 9; san Lucas 16, 9-15

He observado que, con relativa frecuencia, algunos se quejan de “esa gente”, se dice, que “va de católico” por la vida y luego es una mala persona. Me gustaría a este respecto que reflexionáramos un momento. En primer lugar hay que decir que debemos andar con mucho tiento pues, de entrada, este tipo de comentarios muchas veces no es referido a “esa gente”, sino que le solemos poner nombres y apellidos. Además, podría ser que la malvada atribución que les adjudicamos no sea como la estamos imaginando. O, lo que es lo mismo, estamos haciendo un juicio temerario sobre ciertas personas.

El juicio temerario a veces lo hacemos porque no distinguimos entre ser un católico que vive entre nosotros, es decir, estar bautizado, sujeto a posibles errores y a reparaciones y, de otra parte, ser santo, que ya no está en la tierra y ha culminado su vida yendo al cielo. Es verdad que entre los primeros cristianos, a veces se llamaban entre ellos “santos”, “los santos de la iglesia de Éfeso” por ejemplo; pero bien claro tenían los primeros, que no eran sino luchadores para la santidad, que estaban esforzándose por ser santos: era una llamada a la meta, no un cuño de calidad en las obras. No hay santos en esta tierra ni católicos ni no católicos. Por lo tanto no debemos confundir entre alguien que, siendo conocido como católico practicante, de los que “mucho ir a Misa… pero mira como es”. Es católic,o pero no es todo lo bueno que debería de ser según el modelo que es Cristo. Esto es verdad. Y pienso que es el momento de rezar por todos los que tantas veces -también el que falta con juicios temerarios sobre otros-, no nos comportamos como los demás esperan y, más importante todavía, como Dios quiere.

A veces, no es un juicio temerario. Es verdad que esa o aquella persona hacen o dicen cosas impropias de un cristiano (insisto en el cuidado de no caer en calumnia o difamación): muy practicantes en Misas y procesiones, y luego, en casa, con la familia, déspota y tirano; o –suele ser esto más frecuente-, con quienes trabajan con él, con los que son sus súbditos, son poco generosos o, más aún, injustos con el salario; no digo nada si, efectivamente, van de católicos practicantes y maltratan a los demás de palabra o de obra o, claramente atentan contra alguno de los Mandamientos, de modo grave, de la ley de Dios. Con esos ¿qué? ¿Acaso eso está bien? Nos va a contestar el mismo Jesucristo en la última línea del Evangelio de la Misa de hoy, y así, después de una serie de denuncias que Él mismo hace, concluye: “Jesús les dijo: «Vosotros presumís de observantes delante de la gente, pero Dios os conoce por dentro. La arrogancia con los hombres Dios la detesta.»

Luego, si efectivamente esa persona “presume” de muy buen cristiano, pero sus obras son las propias de “un arrogante”, de un altivo, vanidoso y soberbio personaje, y tu lo has visto, y te parece muy mal: ¡enhorabuena!, piensas igual que Dios; porque Él también “detesta” a los que se comportan así. Y sinónimos de detestar son desaprobar, aborrecer, repeler: Dios es el primero que rechaza a quien es un hipócrita, un lujurioso o jactancioso hombre. Y aún añadiré, de paso, que si a ti te pasa lo mismo es, esencialmente, porque estás hecho a imagen y semejanza de Dios, porque tienes un alma, seas católico o no.

Terminamos poniendo nuestra mirada en el Salmo 111, Salmo de la Misa de hoy que nos dice lo que también a Dios -igual que nosotros- nos gusta y debería de ser nuestra norma de conducta: “Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo. Su corazón está, seguro, sin temor. Reparte limosna a los pobres; su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad”.