Apocalipsis 3, 1-6. 14-22; Sal 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5 ; san Lucas 19, 1-10

Un día, cruzando por un paso de cebra en una calle de Madrid, venía en dirección contraria un hombre de unos cincuenta y tantos años, impecablemente vestido con traje, corbata, maletín, peinado y repeinado. Un modelo de ejecutivo a fin de cuentas, del que se espera un trato exquisito y el dominio del manual de las buenas formas. Todo esto lo intuía por su aspecto externo según se acercaba a mí. Al llegar hacia la mitad de la calle le vi echar la cabeza un poco hacia atrás, empezó a sonar un ruido gutural que parecía le ascendía desde los tobillos y se abría paso a lo largo de su cuerpo. El ruido se iba haciendo más intenso hasta que, con un movimiento lateral de cabeza, que se veía dominaba por la frecuente práctica, lanzó en medio de la calle un enorme gargajo, una flema espectacular, un esputo (con perdón) de enormes dimensiones, un humor espeso y pegajoso que se estrelló contra el suelo de la vía, un escupitajo merecedor de premio en un concurso internacional, un salivazo que podría provocar un accidente a un motorista incauto. Además de asco me dio la risa (mientras daba un rodeo para evitar quedarme atrapado en el moco) viendo al hombre, que creo que hasta él se asombró de la dimensión de sus residuos, se colocaba un poco la chaqueta y seguía dignamente su camino.¡Menuda guarrería!.
“Conozco tu manera de obrar y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como estás tibio y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca.” La tibieza es ese estado del alma triste, sin ilusión, sin lucha, es del que se puede decir “tienes nombre como quien vive, pero estás muerto.” No construye a su alrededor, todo lo contrario, se considera incapaz de ser santo y de recibir la Gracia de Dios por lo que se convierte en un ser destructivo, todo lo critica, todo le parece excesivo, cumple sin poner el corazón en lo que hace, busca hacer lo estrictamente necesario y nada más. Transmite amargura, pesadumbre, desilusión. Se niega a mirarse a sí mismo, a examinar su vida ante Dios y se escuda en la burla y la mofa de los que intentan seguir a Cristo con coherencia. Desconfía plenamente del Espíritu Santo, quiere ir al cielo pero por la puerta falsa, como quien se cuela en un cine y huye de la mirada del acomodador. Es experto en la falsa humildad, llama indignidad a su pereza, doctrina a su intransigencia y prudencia a su miedo. El tibio ante Dios deja al escupitinajo del señor de la calle a la altura del betún,
Todos tenemos el peligro de convertirnos en tibios, hay que estar alerta. Cuando veas que empiezan a abundar las excusas, que vas dejando tus momentos de piedad para “mas tarde” o para otro día, cuando confesarte se va volviendo rutinario y, poco a poco, lo vas retrasando, cuando miras muchas veces el reloj en la Santa Misa: Ten cuidado, te estás comenzando a convertir en un enorme moco. “Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo.”
¿Se puede salir de la tibieza? Por supuesto, con sinceridad. Mira a Zaqueo y aprende. Corre a ponerte delante del Sagrario y verás como la Virgen te arranca de la tibieza y escuchas a Jesús que te dice: “Hoy ha sido la salvación de esta casa.”