Apocalipsis 11, 4-12; Sal 143, 1. 2. 9-10 ; san Lucas 20, 27-40

Llevamos ya unos cuantos días escuchando el libro del Apocalipsis. Es lógico, se acerca el fin del año litúrgico y leemos el último libro de la Biblia. Es curiosa la atracción que tiene el Apocalipsis. Muchos que conozco, incapaces de dedicar unos minutos al día a leer el Evangelio, tienen un arrebato y se leen (o al menos comienzan a leer), el Apocalipsis. Pero no lo leen como revelación de Dios, buscan claves cabalísticas, fechas proféticas y monstruos dignos de “La guerra de las Galaxias.” San Juan y el maestro Yoda tiene poco que ver y Anakin Skywalker no aparece en ninguna de sus páginas, pero buscan con el mismo apasionamiento con que esperan el episodio III.
A veces tenemos esa manía de buscar en la Sagrada Escritura (desvinculándola de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia) lo que no dice. Cuántos argumentan: “Jesús no haría tal cosa.” Se callan el que tampoco ellos intentan vivir como vivió Jesús, pero le convierten en arma arrojadiza contra los demás, en intérpretes autorizados de la vida, pensamiento y obras de Dios.
“Maestro, Moisés nos dejó escrito: …” este Evangelio que ya comentamos hace unos días sigue esa misma dinámica. No leer la Palabra de Dios para iluminar mi vida sino para justificarla. Cristo no se deja llevar por ese camino, la salvación de Dios no es manipulable. La Palabra de Dios podemos intentar atacarla, ocultarla, deformarla, partirla e incluso matarla como si ya estuviese vencida y superada. “Los derrotará y los matará. Sus cadáveres yacerán en la calle de la gran ciudad… Todos los habitantes de la tierra se felicitarán por su muerte, harán fiesta y se cambiarán regalos; porque estos dos profetas eran un tormento para los habitantes de la tierra.”
Arrancar a Dios de nuestra vida puede parecer una liberación, no tenemos esa “estúpida vocecita interior” que nos molesta sobre lo bueno y lo malo. Nos hacemos dueños de nuestra propia vida (marionetas de nuestras pasiones y pecados, pero eso nos encanta), sin exigencias ni imperativos. Los “sin Dios” se ríen y se felicitan de su fortuna, ya nadie les molesta y todo servirá para afirmarse en su error. Buscarán e indagarán los pecados de la Iglesia y de los eclesiásticos para decir: “Yo no quiero ser como esos.” Y se felicitarán de lo “independientes” que son.
“Al cabo de tres días y medio, un aliento de vida mandado por Dios entró en ellos, y se pusieron en pie en medio del terror de todos los que lo veían.” En su interior los que quieren “librarse” de Dios saben que no es posible. Por muy muerto que quieran verlo saben que no es así. Como decía San Agustín: “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.” El hombre sin Dios se destruye, oscurece su vida y vive con miedo. Se pasa la vida justificándose y temiendo avanzar en la vida pues pueden encontrase con el Resucitad en cualquier momento.
Tú y yo, que intentamos que la Palabra de Dios ilumine nuestra vida y seguir a Cristo, aunque sea a trancas y barrancas, ¿No tenemos miles de motivos para darle gracias a Dios?.
Pidámosle a nuestra Madre la Virgen y a Jesús en el Sagrario que nunca jamás le abandonemos, que le busquemos siempre a Él, no a nosotros.