Samuel 5, 1-3 ; Sal 121, 1-2. 4-5 ; san Pablo a los Colosenses 1, 12-20; san Lucas 23, 35-43

En estas palabras del salmo que aparecen en la Misa de hoy está condensada nuestra alegría: “Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!

Se podría decir que lo que más buscamos en esta vida es estar llenos de alegría, lo que también llamamos, felicidad: estar felices; y hacemos bien, porque se contraponen completamente felicidad y tristeza. Están unidas, sin embargo, felicidad y alegría: si estoy feliz, entonces estoy contento, estoy alegre.

El salmo dice en frase sencilla lo que es una auténtica síntesis filosófica y teológica: Se está dirigiendo, con sus pasos, con sus obras, a la casa del Señor, entonces “¡qué alegría!”. En realidad esa es la única alegría… la auténtica alegría. Los demás acontecimientos de nuestra vida, ciertamente, se podrían dividir en dos grandes apartados: aquellos que se encaminan a la casa del Señor, y aquellos que nos alejan de su casa; o lo que es lo mismo, los que nos producen auténtica alegría o los que nos producen tristeza o, incluso aunque puedan causarnos buenas sensaciones, nos damos cuenta de que son otra cosa, distinto de la alegría.

El trabajo, las relaciones con los demás, el deporte o el descanso, una película o una conversación, unos buenos manjares, etc., al final nos pueden dejar a gusto, satisfechos, realizados, autoafirmados, complacidos por el cumplimiento de un deber, etc. Pero todas estas acciones exteriores de la vida cotidiana que nos provocan sensaciones, o reacciones interiores -distintas de la alegría-, siempre tienen un matiz de cierto egoísmo, de alguna complacencia que no siendo mala en sí misma, ni tiene por qué serlo, no es lo que realmente nos causa la alegría, que siempre tiene una raigambre interior más profunda

La alegría nos la va a engendrar (esto es: nacer dentro de nosotros) el hacer esas mismas cosas que antes decíamos -en el trabajo o en el descanso-, si impregnamos la acción, sea cual sea, del elemento teleológico o finalista sobre-natural (lo he puesto con un guión para resaltar aún más la finalidad más allá de lo natural “sobre” natural), es decir, si encaminamos nuestra acción “hacia la casa del Señor”: hacia donde “suben las tribus, las tribus del Señor… a celebrar el nombre del Señor”. Bueno, hacia donde suben o hacia donde deberían subir.

No está la alegría en las cosas buenas que, aun siendo buenas, no nos darían esa alegría si no estuvieran hechas con esa finalidad de encaminarlas hacia la casa del Señor. Por tanto, ni que decir tiene que están infinitamente lejos de la auténtica alegría aquellas acciones que, al hacerlas, nos alejan, nos separan radicalmente de la Casa del Señor. (Quizá haya que recordar que la única cosa que nos separa radicalmente de Dios es lo que en teología y también en el lenguaje común -que tantas veces es profundamente teológico- es denominado con el nombre de pecado mortal).

Terminamos pidiéndole a quien es causa de nuestra alegría -así denominamos a la Virgen en la letanía del Rosario– que nos ayude a no separarnos de su Hijo por el pecado. Que Ella sea la auténtica causa de nuestra alegría, es decir, que nos enseñe a enfocar nuestras acciones, sin privarlas del carácter sobrenatural que hace que mi vida entera se encamine “a la Casa del Señor”.