Apocalipsis 20, 1-4. 11-21, 2; Sal 83, 3. 4. 5-6a y 8a ; san Lucas 21, 29-33

Según nos sigue contando san Juan en el Apocalipsis y que la Misa de hoy recoge en su primera lectura, ha sucumbido ya Roma -como leíamos ayer- por dejarse llevar por el espíritu impuro y por las depravaciones; pero queda el dragón que es Satanás, o el diablo, cuya derrota comporta el desenlace final del combate allí iniciado.

La batalla entre Satanás y Dios viene presentada en dos momentos: en el primero, el Diablo es dominado y privado temporalmente de su poder. En el segundo momento, se narra su último ataque contra la Iglesia, y su destino final.

Entre esos dos momentos se sitúa el reinado de Cristo, y de los suyo,s durante mil años: “lo arrojó al abismo, echó la llave y puso un sello encima, para que no pueda extraviar a las naciones antes que se cumplan los mil años”.

En la antigüedad, algunos autores cristianos interpretaron al pie de la letra este pasaje y entendieron que ese reinado de Cristo se establecería en la historia antes de la llegada del fin del mundo. Otros, como San Agustín, comprendieron el sentido del texto al decir que el reinado de mil años se refiere al tiempo que transcurre desde la Encarnación del Hijo de Dios hasta su venida al fin de los tiempos en el que la actividad del demonio está recortada y en cierto modo encadenada

Hay un punto del Catecismo de la Iglesia Católica que se refiere a estos versículos que estamos meditando. Así es, el número 677 dice que “el Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia, en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal, que hará descender desde el Cielo a su Esposa. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa”.

La resurrección primera ha de entenderse de forma espiritual, aplicándose al Bautismo, que regenera al hombre y le da nueva vida, librándole del pecado y haciéndole hijo de Dios. La segunda resurrección es la que tendrá lugar al final de los tiempos, cuando el cuerpo recobre la vida, y el ser humano goce para siempre, en alma y cuerpo, de la dicha eterna.

Los demás muertos que se hablan aquí son aquellos que no recibieron el Bautismo. También éstos resucitarán el último día para ser juzgados según sus obras.

Añadiremos, para que se afiance nuestra fe, por si dudamos de la veracidad del juicio final, lo que dice el Papa Pablo VI en “el Credo del Pueblo de Dios”, nn. 12 y 28: “Subió (Cristo) al Cielo y vendrá de nuevo, esta vez con gloria, para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes hayan correspondido al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes le hayan rechazado hasta el fin, al fuego inextinguible (…) Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo, tanto los que todavía deben ser justificados en el Purgatorio, como las que desde el instante en que se dejan los cuerpos son llevadas por Jesús al Paraíso como hizo con el Buen Ladrón, constituyen el Pueblo de Dios más allá de la muerte, la cual será definitivamente vencida en el día de la Resurrección, cuando esas almas se unirán de nuevo a sus cuerpos”.