san Pablo a los Romanos 10, 9-18; Sal 18, 2-3. 4-5 ; san Mateo 4, 18-22

Nació en Betsaida, y era discípulo de Juan Bautista. El comienzo de su vocación fueron las palabras de San Juan, quien al ver al Señor exclamó: “este es el cordero de Dios”. Andrés que las oyó, se emocionó ante semejante elogio, y se fue detrás de Jesús junto con otro discípulo de Juan. El Señor se volvió y les dijo: «¿Qué buscáis?». Ellos le dijeron: «Señor: ¿dónde vives?». Jesús les respondió: «venid y lo veréis». Y se fueron y pasaron con Él aquella tarde.

Es muy importante la palabra, lo que decimos los hombres, lo que hablamos unos de otros; podemos hacer un bien inmenso, como en este caso, o hacer un gran daño. Alguien puede cambiar su vida, como sucedió con Andrés, al oír lo que decía de “ese hombre”, Jesús, que pasaba por ahí. Hay un propósito firme que debemos sacar ya en estas habituales reflexiones: hablar siempre bien de las personas y, si no fuera posible, callar. Si tuviéramos la obligación de comentar algún aspecto negativo de esa persona, hay que vivir la caridad y el cuidado con qué decimos nuestras afirmaciones, hasta tal punto que si esa persona estuviera delante, oyendo lo que de él o de ella decimos, no se enfadaría.

Lo que oyó cambió su vida para siempre. San Andrés, había aprendido la lección, y viendo el gran bien que le había hecho el apostolado que hizo con él San Juan, fue a donde estaba su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Salvador del mundo… y lo llevó a donde Jesús».

Así es como debe ser el auténtico apostolado: un boca a boca, fruto de la autenticidad que vemos en otros cristianos: “mira, haz como esta persona que reza, es amable, buen compañero, no habla mal, es generosa con su tiempo, ayuda a los demás…” y, esas otras personas, al ver lo que decimos de ellas, se sentirán animadas a vivir igualmente su fe. Como se ha venido repitiendo desde la venida de Cristo a la tierra, lo que hacen falta no son predicadores, sino testigos de la fe. O, dicho de otra manera, lo que hacen falta son predicadores que prediquen con su testimonio vivo y diario: no sólo de palabra, sino con obras y de verdad
Un día Jesús pasó de nuevo por Galilea, “junto al lago” y allí “vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro y a Andrés, su hermano que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores”. Este es el momento de la vocación, de la entrega definitiva a Dios. Hasta ese momento el Señor dejó que reflexionaran, que se fueran haciendo su composición de lugar, que maduraran. Pero un buen día, éste que hoy recoge el Evangelio, el Señor, como puede suceder también contigo en este momento, les dice a Simón y a Andrés: “venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”.
En una tradición muy antigua se refiere que el apóstol Andrés fue crucificado en Patrás, capital de la provincia de Acaya, en Grecia. Que lo amarraron a una cruz en forma de X. Dicen que cuando vio que le llevaban la cruz para martirizarlo, exclamó: «Yo te venero oh cruz santa que me recuerdas la cruz donde murió mi Divino Maestro. Mucho había deseado imitarlo a Él en este martirio. Dichosa hora en que tú al recibirme en tus brazos, me llevarán junto a mi Maestro en el cielo». La tradición coloca su martirio en el 30 de noviembre del año 63, bajo el imperio cruel de Nerón.