Isaías 25, 6-10a ; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 ; san Mateo 15, 29-37

Jesús está cerca del lago de Galilea, y allí “subió al monte y se sentó en él”. Hay detalles en el Evangelio que no dejan de tener cierta gracia, ya que el Espíritu Santo se fija en ellos de una manera especial: “y se sentó en él”. Quizá Dios nos quiere dejar claro que le interesan todas nuestras acciones, aún las más insignificantes: “y se sentó junto al pozo porque estaba cansado”, nos dirá en otro momento, o “Jesús se quedó dormido en la barca”; o tantos otros pasajes donde queda manifiesta la humanidad de nuestro Dios hecho hombre. Debemos convencernos que Dios no está en una nube, ajeno a las realidades que a uno le pasan en su trabajo, en su familia o en su descanso. El Señor no sólo nos ve cuando estamos en Misa (aunque no debemos traducir esta verdad como un “no necesito acudir a Misa para cumplir con lo que Dios quiere”, que se alejaría del querer de Dios).

Si no nos convencemos de esta realidad, nuestro día no girará alrededor de Dios creador y Padre que nos quiere, sino que cada día será un dar vueltas a nosotros mismos, a nuestros problemas, a nuestras inquietudes, o a nuestras alegrías, pero sin contar con Dios.

Me parecen muy adecuadas a este respecto algunas palabras que en la apertura de la 83 Asamblea de la Conferencia Episcopal pronunciara, apenas hace unos días, su Presidente Antonio María Rouco. Decía así: “Anunciando sin descanso el amor eterno de Dios por cada persona, la Iglesia presta a la Humanidad el mayor de los servicios”. Esta es la realidad que no podemos olvidar “el amor eterno de Dios a cada persona”.

Hay que dar un enfoque cristiano a todo lo que hacemos cada día, ya que Dios me ve y me quiere… y no es algo “pasado de moda”. En contra de este tipo de pensamientos, seguía diciendo Mons. Rouco: “algunos dirán que se trata de una tarea absolutamente trasnochada e inútil, no faltará incluso algún católico que, desorientado por los cantos de sirena del modo de vida inmanentista, considere secundaria la referencia a Dios y a la Vida eterna para la existencia en este mundo”.

Pensar así sería, además de una pena, un desconocimiento de la realidad: “sin embargo, no sólo la experiencia creyente, –dice don Antonio María Rouco–, sino también la mera experiencia histórica pone hoy de manifiesto que las viejas ideologías agnósticas y ateas son absolutamente incapaces de dar lo que prometen; es más, la historia del siglo XX ha dejado en evidencia sus consecuencias reales. Prometieron liberación y han generado opresión; prometieron vida y han generado muerte; prometieron derechos sin supuestas trabas éticas o religiosas y han dado lugar a “intentos de exterminación de pueblos, razas y grupos sociales y religiosos llevados a cabo con frialdad calculada”. Y concluirá nuestro Presidente de la Conferencia Episcopal Española, que “lamentablemente se siguen oyendo propuestas y programas que pretenden descalificar la voz de la fe y de la ética calificando a la religión y a la Iglesia como instancias desfasadas y poco amigas del hombre y de su futuro. Seria necesario abrir los ojos a las lecciones de la historia”. Se ha llegado a olvidar que a Dios le interesan nuestras cosas, y que es nuestro Padre. Existe el peligro de olvidarnos del “amor eterno de Dios a cada persona”.