Isaías 26,1-6; Sal 117, 1 y 8-9. 19-21. 25-27a; san Mateo 7,21.24-27
«Tenemos una ciudad fuerte, (Dios) ha puesto para salvarla murallas y baluartes”. Estas palabras de la primera lectura de la misa de hoy nos traen como de la mano la esperanza a la que hace unos días nos animaba el Arzobispo de Santiago en su homilía ante el Apóstol con motivo de la clausura de la 38 Asamblea de la Conferencia Episcopal Española: “El hombre es esperanza ‘la que tenemos como ancla del alma, segura y firme, que penetra hasta la parte interior del velo, adonde entró por nosotros como precursor Jesús, hecho sacerdote eternamente a la manera de Melquisedec’ (Heb. 6,18-20). La esperanza colectiva -concluía– sólo será posible desde la reconstrucción de la persona”.
Este cántico a la esperanza “como ancla del alma, segura y firme”, es necesaria cuando las circunstancias se prometen duras o, a decir de Santa Teresa, en “tiempos recios”. Por eso necesitamos más que nunca la esperanza; por eso nos viene tan bien la lectura de la Misa de hoy que con una fuerza que consolida nuestro caminar por la tierra, exclama: “confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua: doblegó a los habitantes de la altura y a la ciudad elevada; la humilló, la humilló hasta el suelo, la arrojó al polvo, y la pisan los pies, los pies del humilde, las pisadas de los pobres.»
El que tiene el poder físico, moral, jurídico, político, económico o del tipo que sea, está lógicamente en superioridad de condiciones frente al que no ostenta esa cualidad. Por eso es tan importante que, el político, el empresario, el adinerado o quien quiera que tenga bajo su “poder” a personas, esté muy atento a no subyugar, someter e incluso avasallar a las personas, a los ciudadanos, a los trabajadores, a las instituciones, según se trate. Porque el Señor, según nos cuenta esta lectura del libro de Isaías, no deja impune ningún delito, de modo que a quien así se porte de mal –aunque ahora, en la tierra, detente ese poder–, habrá un momento que será arrojado al polvo, y lo pisarán “los pies, los pies del humilde, las pisadas de los pobres”, nos dice hoy el Señor por boca de Isaías.
Veamos el problema desde la otra parte: el que es maltratado en esta vida, el que carece de tantas cosas que muchas veces son hasta de primera necesidad; éste no piense que por “pasarlo tan mal” ya tiene el beneplácito divino. El bien, seamos ricos o pobres, nos marchen las cosas bien o mal, nos aprecien los hombres o nos desprecien, tenemos que esforzarnos por vivirlo todos.
Y al decir “el bien” que todos debemos hacer, tampoco imaginemos como “bienes” los que nos presenta la opinión pública, actuar según lo “políticamente correcto”, o pensar que “está bien” comportamientos aplaudidos por los hombres. “Entrará en el reino de los cielos” no todo el mundo, “sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo” a decir del propio Jesucristo hoy en el Evangelio de la Misa; es decir, “el que escucha estas palabras mías -nos aclara aún más el Señor- y las pone en práctica”. Ese es el que entrará.
Son importantes -lo son todas las enseñanzas del Señor- estas palabras del Señor que nos ayudan a no detenernos en consideraciones de opinión o de conductas alabadas por los hombre, sino que el Señor nos anima a escuchar lo que está bien o mal según lo quiere Dios. Y de igual modo, en estos tiempos, como aseguraba el propio Arzobispo de Santiago: “Los caminos por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias particulares camina son muchos pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Que nuestra convivencia en España sea acogedora y comprensiva, –terminaba– sabiendo que lo propio ha de favorecer el bien común. Que nos acompañe en todo momento la Santísima Virgen María. Dios nos ayuda y el Apóstol Santiago”.