Isaías 11, 1-10; Sal 71, 1-2. 7-8. 12-13. 17; San Pablo a los Romanos 15, 4-9; San Mateo 3, 1-12

Durante esta semana pasada he estado dando unos ejercicios espirituales a un grupo de seminaristas. Más de ochenta jóvenes que tenían un anhelo común: configurarse con Cristo para llegar a ser un día ministros suyos. Esto, que podría ser parte de un tratado de manualística sacerdotal, deja de serlo cuando se experimenta en la propia carne. Uno no lleva muchos años en el sacerdocio, pero va aprendiendo algo muy importante: no podemos acostumbrarnos a las cosas importantes. O, mejor dicho, no podemos dar por supuesto lo más importante: la vida del sacerdote pertenece a Cristo para ser entregada al mundo como algo sagrado.

Cuando uno se encuentra con almas, abiertas de par en par, que esperan con una santa ansiedad que se les de la palabra adecuada al “sí” que dieron a Dios, entonces te encuentras con lo más serio del mundo. Se descubre entonces, que perdemos el tiempo en demasiadas tonterías. Nuestros afanes cotidianos (que son muy importantes), suelen estar entretejidos de tantas cosas “nuestras”, que podemos dejar en un rincón a Dios, porque entorpece nuestra actividad (¡incluso trabajando en las cosas de Dios!).

El Adviento, precisamente, es un tiempo para recordarnos que no podemos estar dormidos. Que el tiempo apremia, y hemos de estar muy despiertos. ¡Cristo está por venir!, y nuestro hocico sigue husmeando en rincones donde nunca encontraremos a Dios, y aún menos llegaremos a descubrir a ese Niño recostado en un Pesebre. La Iglesia nos invita a vivir, con tensión sobrenatural, la preparación de un acontecimiento que, cada año, resulta ser extraordinariamente singular. La pedagogía de Dios nos enseña, una vez más, que puede hacer añicos cualquier expectativa nuestra, por muy importante que sea. Que lo extraordinario se encuentra en lo ordinario, y que lo sagrado se descubre en lo más humano.

Para la tanda de ejercicios que Dios me ha dado la gracia de impartir, utilicé, fundamentalmente, un material prestado por un amigo sacerdote. Debo de confesar que, gracias esos folios, he vivido con un cierto desahogo la preparación de las meditaciones que iba dando, pues poco (por no decir nada) había preparado antes (gracias a esas actividades que consideramos “tan importantes” en nuestro trabajo diario). Pero lo sorprendente, lo divinamente sorprendente, es que el primero que iba recibiendo los ejercicios espirituales, como verdaderas caricias venidas de Dios, era uno mismo. Descubrir que el corazón del sacerdote, por ejemplo, sólo existe para amar al que todos los días “trae” y “toca” con los dedos, es algo demasiado grande. Jesús paga con creces, y sin medida alguna… eso es el amor.

“Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. La conversión a la que nos llama Juan el Bautista va más allá de un cambio en las apariencias. O somos capaces de transformarnos por dentro, descubriendo a Cristo que nos ha bautizado con “Espíritu Santo y fuego”, o estamos perdiendo el tiempo. Hay que aprender del coraje y la humildad de San Juan Bautista para decir sin titubear: “el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias”. ¡Sí!, valentía para decir que no a lo que nos aparta de Él, y el anonadamiento necesario para reconocer que toda la gloria es Suya… absolutamente toda, la humana y la divina.

Vamos ahora, de la mano de la Virgen, a seguir recorriendo este camino de Adviento con la esperanza de que nos encontraremos con lo más grande. Tan desbordante será ese encuentro, que el corazón, nuestro pobre corazón, necesitará dilatarse para asimilar tanto amor de Dios. Yo, por mi parte, seguiré encomendando a esos seminaristas para que lleguen a ser buenos y santos sacerdotes, y que me han enseñado a amar un poco más a ese Jesús que me quiere con locura.