Isaías 35,1-10; Sal 84, 9ab-10. 11-12.13-14 ; San Lucas 5, 17-26

Una metáfora es una analogía acerca de algo con lo que se guarda cierta proporción, aunque sea de forma impropia. De esta manera, durante estos días de Adviento, estamos escuchando al profeta Isaías sugiriéndonos toda una serie de imágenes que evocan la llegada del Mesías, el Salvador. El desierto, el yermo, el páramo, etc., pueden referirse perfectamente al estado de nuestro corazón, que se alegrará con la gloria y la belleza de Dios cuando seamos capaces de acogerlo en nuestro interior. Pero es necesario un requisito: ser fuertes y no tener miedo.

Es cierto que estamos sometidos a una gran presión externa. Aquello que debería ser lo que dictase el propio sentido común se ha vuelto en contra nuestra. Se promulgan leyes y se favorecen actitudes que, insinuándose bajo la mascara de la tolerancia, manipulan las conciencias volviendo la espalda a Dios. Aborto, homosexualidad, educación, libertad… toda una retahíla de “dogmas civiles” que pretenden sustituir lo más sagrado que tiene el hombre: su conciencia. Por eso es necesario ser fuertes, para permanecer firmes en el querer de Dios, buscando su voluntad, en primer lugar, en el cumplimiento de nuestros deberes cotidianos. No podemos decir “sí” a lo que nos perturba y desequilibra. No podemos “comulgar con ruedas de molino” que nos ahoguen en la angustia y la desesperanza. No podemos negarnos al amor de Dios y vendernos a aquellos afectos que nos queman y nos hieren por dentro.

También es necesario no tener miedo. “¡No tengáis miedo… abrid las puertas a Cristo!”, decía Juan Pablo II al comienzo de su pontificado. Esas mismas palabras han de resonar con una fuerza nueva en nuestras cabezas, como venidas por un deseo de Dios para vencer en lo que Él ha vencido: el pecado y la muerte. Sabemos que en la oración desaparecen nuestros miedos, porque ponemos nuestra voluntad en el poder de Dios. Y comprendemos que, cada vez que experimentamos su perdón, nos encontramos con renovadas actitudes de agradecimiento y esperanza. Este es el milagro de Dios: haber depositado en la Iglesia la facultad de tender lazos con lo sobrenatural, y hacer que cada una de nuestras acciones, por el mero hecho de hacerlas en nombre de Cristo, se transformen en algo muy divino. ¿Por qué tener miedo?

El salmista se pone actitud de atención: “Voy a escuchar lo que dice el Señor”. Con nuevas metáforas, la Sagrada Escritura nos abre un inmenso panorama: alcanzar la gloria de Dios en la tierra, y que todo quede empapado, como lluvia generosa, del amor de Cristo. Esto, algo más que una alegoría, es la experiencia cierta que tienen aquellos que han descubierto el rostro de Dios en los ojos de la injusticia, el dolor y la muerte, y, a fuerza de besos del alma, han regado con sus lágrimas y con su entrega, corazones partidos y hambrientos de un hilo de esperanza. Son los mismos que, en silencio, siguen dispensando misericordia y ternura. Y no sólo hablo de misioneros, religiosas, sacerdotes… sino, de padres y madres de familia que, día a día, van sacando adelante sus familias y sus trabajos (también los de otros), porque han sabido escuchar lo que Dios les dice en la oración y en el sacrificio personal.

“Hoy hemos visto cosas admirables”. Aquellos que vieron levantarse al paralítico, cogiendo su camilla y yendo a su casa, se admiraron del poder de Cristo. Tú y yo, nos admiramos aún más, de que Dios sea capaz de arrancar de nuestro corazón ese sufrimiento que nos quema, día a día, a causa del pecado, porque hemos experimentado su perdón: “Hombre, tus pecados están perdonados”. He aquí el gran poder de Dios, y que con tanta facilidad olvidamos.

Nos preparamos para el día de la Inmaculada Concepción. Teniendo a nuestra Madre tan cerca, nunca más tendremos miedo, y su fuerza (el amor de Dios que la llena plenamente), también hará rebosar nuestro corazón de agradecimiento y esperanza.