Isaías 40, 1 -11; Sal 95, 1-2. 3 y l0ac. 11-12. 13-14 ; San Mateo 18, 12-14

“Consolad, consolad a mi pueblo -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén”. Una palabra de consuelo, o un gesto de comprensión, pueden ser suficientes para ganarse el ánimo de alguien que está triste. Hoy día estamos muy escasos de afectos, o más bien, desviamos la afectividad hacia aspectos que no corresponden a lo que más conviene al ser humano. El auténtico cariño (¡el de verdad!), sólo se demuestra cuando uno es capaz de negarse asimismo en bien del otro. Pero, para ello, es necesaria mucha generosidad y renuncia personal… cuestión de la que andamos bastante escasos.

Es curioso observar, a la hora de hablar de sentimientos personales, que la gente se queja de lo poco que recibe, a cambio de lo mucho que ha dado. Y es que hemos convertido el amor en un producto de “compra-venta”. Cuando funcionamos con reduccionismos, entonces sólo existe una forma de entender la entrega: lo material. Isaías lo dice con mucha lucidez: “Toda carne es hierba y su belleza corno flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor”. No se trata de negar ese aspecto del amor, el de la donación mutua de dos cuerpos, que desde el matrimonio ha de entenderse como un verdadero lugar sagrado, sino que cuando se mendigan cariños fuera del lugar que le corresponde, entonces estamos prostituyendo el amor… así de claro.

Dios nos hizo a su imagen y semejanza. No es una setencia que uno haya aprendido en los catecismos, o que escuche en las homilías dominicales. Se trata de algo más radical y profundo: Dios, que es esencialmente amor, quiere que amemos (y nos amemos) con y desde su corazón. Más allá de lo que algunos puedan pensar acerca del “Dios del Antiguo Testamento” (lejano y distante), Dios es Padre (¡y Madre!), que sale de sí para darse hasta el punto de hacerse uno de nosotros (ése es el sentido de la preparación del Adviento). Y una de las imágenes que más utilizará es la del pastor que, con esmero y ternura indecibles, cuida de cada una de sus ovejas (imagen que también utilizará constantemente Cristo): “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”.

Olvidamos que el amor de Dios es un amor providente. Y su significado está en cuidar lo que Él ha creado… y creado bueno. ¿Dónde está, entonces, el problema?: En nuestra libertad. Cuando se olvida que el sufrimiento, por ejemplo, no es algo para asumirlo en la soledad, sino que se trata de participar en el misterio de la salvación de Dios, entonces suele venir el sentirse incomprendidos y frustrados. Pero ahí, en ese sufrir que nadie ve, también hay mucho amor. ¿Nunca te ha llamado la atención la capacidad de una madre por estar en lecho del dolor de su hijo, sin preguntarse si será correspondida en esa entrega personal?

“Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”. Es necesario recuperar el sentido de lo que amamos, y de cómo somos amados. Descubriremos que la gratuidad es la primera condición para entender el verdadero motivo del amor. Un ejemplo maravilloso de ello es el de Nuestra Madre la Virgen. Ella capacitó su corazón para dilatarse en amor divino. Con ese mismo amor dispensa su cariño para cada uno de nosotros que, en vigilante espera, aguarda la llegada del Hijo de Dios.