Génesis 49,1-2.8-10; Sal 71, 1-2. 3-4ab. 7-8. 17; San Mateo 1,1-17

“Reuníos, que os voy a contar lo que os va a suceder en el futuro”. Uno de los mayores dones que tenemos los cristianos es estar en manos de Dios, y no en las del destino. También es cierto que hay que tener mucha fe para vivir con el convencimiento de que sólo Dios puede darnos todas las respuestas. El problema viene cuando se quiere ver el problema como una cuestión intelectual, y no como una manera de vivir y percibir todos los acontecimientos que hemos de “lidiar” en el “día a día”.

Ayer un amigo me preguntaba dónde podía encontrar a Dios. Es cierto que existe una respuesta fácil (en este caso se trata de una persona cristiana y practicante):consiste en decirle que ha de intentar ofrecer sus contradicciones y dificultades a Dios, y procurar “abandonarse” en Él. Esto, que teóricamente puede ser hasta razonable, se complica cuando el interlocutor te dice: “Bien, pero, ¿qué significa abandonarse en Dios?”. Antes de dar una nueva respuesta fácil, uno se lo piensa dos veces, y se hace la misma pregunta: “¿Cómo me abandono yo en Dios?”.

Creo que la cuestión es de lo más importante y esencial. Se trata de saber en qué fundamentamos nuestra fe, y cuáles son nuestros convencimientos a la hora de poner en práctica dicha fe. Pasar de la teoría a la práctica (cada día estoy más convencido), no es que implique un buen trecho, es que media un abismo. A mi me gusta denominarlo como el “salto”. Sólo el niño pequeño es capaz de saltar ante la insinuación de su padre de que no le ocurrirá nada. Ante un extraño nunca lo hará. ¿Tenemos a Dios como Padre, o como a un extraño? ¿De qué manera hago intervenir a Dios en cada uno de esos acontecimientos diarios (incluso en los más insignificantes), y que me hacen sumergir en decisiones, contrariedades, enfados, alegrías, satisfacciones, desengaños, infidelidades, autocompasiones, sonrisas, temores, dudas, apatías, gozos, rutinas…? ¡Sí!, en todas y cada una de esas situaciones. De lo contrario, por muy sabida que tenga la lección de cristiano, de poco me valdrá para ser verdaderamente feliz; es decir, no estaría en sintonía con la voluntad de Dios.

Como tengo mucha confianza con ese amigo, intenté contarle mi experiencia, y el primer descubrimiento fue que uno, al fin y al cabo, no acaba de dar el dichoso “salto”. ¿Me puse triste por ello?… ¡no!. Más bien, di gracias a Dios porque, a pesar de la “pasta” de la que estamos hechos, Él nos quiere mucho más que todos nuestros defectos y cualidades juntos. Y en esa reflexión en voz alta, fuimos descubriendo que no se trata de un “salto-opción fundamental” (es decir, “desde ahora empiezo, y no volveré a equivocarme”), sino de pequeños “saltitos” que, como ese niño pequeño, suponen fiarse cada vez más del amor que Dios nos tiene… y ya llegará el día del “gran salto” (del que estoy convencido, si se llega a dar, no seré consciente de ello).

El Evangelio de hoy nos habla de la genealogía de Jesús. Siempre me ha parecido un “rollo” eso de tantos nombres, de gente que uno nunca ha conocido, y que acaban con el que realmente me importa: Cristo. Pero hoy, y al hilo del comentario de este día, me viene al corazón la idea de que no sólo se trata de recitar nombres, sino que lo que hay detrás de ello es la historia de personas concretas que, algunas sin saberlo, se pusieron en manos de Dios para que llegara la manifestación del Mesías, el Salvador del mundo. No es lo nuestro hablar de “destinos”. Lo realmente cristiano es confiar en la Providencia divina, porque a pesar de los obstáculos (voluntarios o involuntarios, hechos a conciencia o indiferentes) que los hombres hayan podido poner a Dios a lo largo de miles de años, siempre se llevará a cabo su voluntad. Esta es la maravilla de la libertad que tenemos: que, si “me da la gana”, yo también puedo participar de esa gloria de Dios en cada una de mis acciones, pensamientos y palabras, todos los días de mi vida. ¿Quién puede hablar entonces de falta de fe, cuando en realidad se está inmerso en el corazón de Dios, y en cada uno de sus latidos? No son posibles las preguntas, sólo nos queda amar.

A la Virgen se la denomina también “consuelo de los afligidos”. Ella sufrió aflicción al estar al pie de la Cruz de su Hijo, viéndole sufrir. Pero estoy convencido de que jamás tuvo una duda de fe, porque su corazón era el corazón de Cristo… y esas cosas no sólo no se olvidan, sino que son una misma cosa: el fuego de un amor que nunca se apagará, porque fue previsto desde la eternidad. ¿No te llega ahora un resplandor de esa luz, aunque sea pequeño?