Jeremías 23, 5-8; Sal 71, 1-2. 12-13. 18-19; San Mateo 1, 18-24

“Pide una señal al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo”. Tentar a Dios es tentarnos a nosotros mismos. La tentación no deja de ser una manipulación de las cosas, en la que unos determinados acontecimientos no se desarrollan al gusto del que los padece, y eso le hace buscar otras formas que sean adecuadas a una interesada manera de pensar. Pero lo más grave, es que cuando queremos poner en un brete a Dios lo que hacemos es desconfiar de Él. Poner a Dios “entre la espada y la pared” (“si no me concedes esto no creeré en Ti”, “dame una señal para que crea en Ti”…), es considerar que todo lo que tenga que ver con Él es una especie de supermercado o un contrato de compra-venta (“tú me das, yo te doy”).

Ya se quejaba Cristo de aquellos que le pedían señales para corroborar que Él era el Mesías. La única señal que les dio, y en la que muchos no creyeron, fue la de su Resurrección… “porque no creerán, aunque vean a un muerto resucitar”. Confiar en alguien tiene que ver mucho con nuestra libertad, de lo contrario si mi única guía, para adquirir cualquier tipo de credibilidad, es “si no lo veo, no lo creo”, aún nos encontraríamos en las “antípodas” de la civilización.

Sin embargo, Dios es mucho más generoso de lo que podemos imaginar. Promete a los profetas una señal por la que reconocerán la llegada del Mesías: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa «Dios-con-nosotros”. Dios tiene esas cosas. Siempre se excede, muy por encima de nuestras expectativas, en magnanimidad para que se vea que es obra suya. La Encarnación es la gran señal que Dios ha realizado para toda la humanidad. Resulta algo tan sublime y desproporcionado para la mentalidad del hombre que, habiendo transcurrido más de veinte siglos, muchas “inteligencias” no lo aceptan, o se escandalizan por ello.

Lo curioso es observar que para los que no son “tan inteligentes” (los sencillos y humildes de corazón), el misterio de la Encarnación no les resulta tan escandaloso. Todo lo contrario, el que Dios “se haga” uno de ellos, es la manifestación más espléndida de su misericordia infinita. Alguien podría argumentar que, al tratarse de algo que no entra dentro de lo racional, entonces no hay exigencia para ser creído. La manera más fácil de contestar a esta objeción sería decir que cualquier racionamiento necesita de una hipótesis inicial que carece de demostración, es decir, es incuestionable. Incluso en lo que puede parecer más evidente no hay explicación posible, y nadie puede demostrarlo: o se cree, o no se cree. A ningún cristiano se le hace un “test de inteligencia” para comprobar su nivel intelectual, y así ser admitido en la Iglesia… lo único que se nos pide (y también a los padres, si el niño que llevan a bautizar aún no tiene uso de razón), es que vivamos coherentemente nuestra fe, es decir, creer en Dios, creer en Jesucristo… creer en la Iglesia (todos los contenidos que aparecen en el Credo).

Lo más importante de cara a Dios es “descomplicarnos”. María, la Madre de Jesús, era una mujer sencilla, y puso toda su confianza en Dios. Por eso, fue la “llena de gracia”. No pidió nunca una señal para corroborar el milagro que iba a producirse en su interior. El que vive en manos de Dios sabe que nunca ha de temer nada, porque Él realiza maravillas en cualquier alma en gracia.