San Juan 1, 1-4; Sal 96, 1-2. 5-6. 11-12 ; San Juan 20, 2-8

El evangelio de la misa en este día 27 de diciembre nos puede dar la impresión de que está un poco fuera de contexto. Nos cuenta sucesos relacionados con la resurrección del Señor. Si hace sólo dos días celebrábamos el nacimiento del Señor, ¿cómo puede ser esto: que haya este salto en el tiempo? La liturgia de la Iglesia tiene estas cosas que son, aparentemente (tan solo en apariencia) tan contradictorias. En la Santa Misa, date cuenta de ello, celebramos al mismo tiempo la muerte y la resurrección de Cristo, que es a fin de cuentas el misterio de su entrega por nosotros, y el Papa, abundando en esta idea, nos ha recordado estos días que la Eucaristía es “la presencia perenne del Niño Dios”, Dios en medio de nosotros, con la eterna novedad de su sencillez hecha entrega al hombre.
El caso es que nos hemos topado con la resurrección en un día que nos sabe a gloria. Cuando los ángeles anuncian a los pastores que ha nacido el Salvador, cuando se abren los cielos para dar gloria a Dios y hacer que toda la creación se llene de contento, en el fondo lo que había en el ambiente era un anticipo de resurrección, una especie de “trailer” de lo que luego ocurriría con Cristo: su resurrección, como primicia de la nuestra.
Lo de gloria, en estos días, ya es curioso, nos suena más a otra cosa: a pastelillos, a esos pastelillos que vienen bien envueltos, y que al llevárselos a la boca se deshacen entre almendra y yema, dejando, ciertamente un sabor nada desdeñable. Los inventores debieron pensar que habían conseguido un bocado de la gloria que nos está destinada en el cielo (posiblemente eran más cristianos que nosotros), y quizá no les faltara razón (hay que reconocer que están ricos). El caso es que en un mundo donde los motivos navideños se evaporan, dejando su lugar a decoraciones de diseño que hay que explicar para decirle a la gente que se deje de puerilidades y sea laica, que es lo que está de moda, la gloria ha quedado para los pastelillos y para el triunfo al conseguir el balón de oro. Poco más. Ya es triste.
Sin embargo, la Iglesia nos propone este día 27 la figura de alguien que ni inventó nada de sabor exquisito, ni fue fichado por ningún equipo ante el delirio de la afición. Nos propone al apóstol benjamín del “equipo de 12”, escogido por el Señor: San Juan. Era prácticamente un adolescente cuando se cruzó con Jesús de Nazaret, pero aquel encuentro en una hora determinada que bien recordará a lo largo de toda su vida, le cambió la existencia. Y ya sólo pudo amar y sólo supo amar, enseñando a los demás a hacer lo mismo. Es tal el desbordamiento de alegría que experimenta, que sólo puede compartirlo, mira lo que dice en su carta: “eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestra alegría sea completa”. Un hombre transformado, con una juventud que no se pasó de fecha a pesar de la edad (fue el apóstol más longevo) y que quiere llevar a los demás para que aprendamos a ser jóvenes, transformados por un amor que no pasa de moda.