San Juan 1, 5-2, 2; Sal 123, 2-3. 4-5. 7b-8 ; San Mateo 2, 13-18
El 28 de diciembre es el día de las bromitas. Las hay simpáticas y las hay pesadas. Por lo general son llevaderas: llevar colgado un muñeco de papel en la espalda no deja de ser un poco molesto, pero si uno se lo toma bien es, al fin y al cabo, inofensivo. Los periódicos, las cadenas de radio y televisión dicen muy seriamente cosas curiosas que nos hacen poner los ojos muy abiertos, luego caemos y, bien, sonreímos, otra vez que nos la han dado con queso. El día 28 ya se sabe, quien más quien menos se cree en la obligación de aguantar o poner por obra ese rasgo de humor. La inocencia que nos lleva a encajar esa candidez que tenemos a veces tan metida en los tuétanos. Muy bien.
Pero no debemos desdeñar el mensaje profundo que la liturgia de la Iglesia nos transmite con esta fiesta. Me vais a permitir que, en contraposición con las bromas, hagamos hoy ese ejercicio de pensar por lo serio, para salirnos un poco de lo anecdótico y poder ir así a las raíces. Los sacerdotes lo sabemos porque leemos en el breviario, el día 28 de diciembre, algo sobrecogedor: que los santos inocentes dieron testimonio de Cristo con su silencio y con su sangre. Anunciaban con su muerte el camino cristiano, un camino de entrega que apuntaba, cómo no, a ese otro camino, el de la cruz, al final del cual fue el propio Cristo el que se entregó a sí mismo, derramando su propia sangre para salvarnos, a todos y cada uno de nosotros.
Quizá olvidemos con cierta frecuencia este hecho. Estamos constituidos en lo más genuinamente nuestro, en nuestro ser hombres e hijos de Dios, por la Encarnación, el Nacimiento, la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Y no podemos olvidarlo. Aunque lo olvidamos. Lo olvidamos con mucha frecuencia.
El hombre parece que es un ser que se hace a sí mismo y puede actuar al margen de los demás. El individualismo galopante. Y nos olvidamos de otra cosa, solos no somos nada, la vocación del hombre es la entrega, el estar con los demás y querer a los demás. Pues bien, un índice de esos olvidos es la poca atención que le presta la sociedad actual a los niños: no es que sea general, claro, ayer mismo hablábamos de la Sagrada Familia y os contaba mi experiencia personal, esperanzada y optimista, de las familias con muchos niños. Sin embargo, los niños se toman en muchos ambientes, y por muchas personas, más como un engorro, como una especie de cosa molesta, que como una bendición. Ya hasta las abuelas (que tienen que aprender otra vez a preparar y a dar biberones) y los abuelos (que tienen que conducir los carritos de bebé) se llevan las manos a la cabeza cuando la hija o la nuera les dice que está embarazada: horror, otro nieto que criar. Los padres escurren el bulto, los abuelos se agotan, y las cuidadoras pasan. Mientras tanto los niños a los videojuegos, que se las compongan como puedan atiborrándose de chuches y de Walt Disney, y cada cual a lo suyo. Total, que el grito de guerra parece ser: ¡Viva Herodes! ¿No nos estaremos volviendo unos “cochinos egoístas”?.
Los Santos Inocentes hoy quizá nos estén invitando a recapacitar, a descubrir el valor de la vida nacida, de los niños a los que se ha de prestar atención (sobre todo los que le tienenla obligación concreta con respecto a ellos: sus padres), nos invita a devolverle a la niñez su esencia.
Mira otra vez a María y a José, ¿no te parece que hay que seguir aprendiendo y mucho?