San Juan 2, 3-11; Sal 95,1-2a.2b-3.5b-6; San Lucas 2, 22-35

Celebra la Iglesia a Santo Tomás Becket, un santo inglés del siglo XII que, visto con ojos de este 2004 que está dando las últimas bocanadas, no ha perdido su actualidad. Hace ya bastantes años se hizo una película basándose en su vida, no me acuerdo ahora del nombre, vaya por Dios, pero era espléndida, en blanco y negro, de esas que tienen una interpretación soberbia y un guión bien elaborado, de esas que le dejan a uno con buen sabor de boca, porque invita a la reflexión y es, además, buen cine. Allí se cuenta la historia de este hombre, amigo de juergas juveniles del príncipe que luego se convertiría en Enrique II. La vida, sin embargo, los llevó por derroteros bien distintos, a uno lo acabó metiendo en “religión”, y a otro lo llevó por los caminos de la política: rey de Inglaterra.
La vida del hombre es así, lo que en un momento va en paralelo resulta que después se separa y cuesta reconocer que en algún instante ha estado unido. El caso es que Tomás Becket se fue dando cuenta de que Dios merecía la pena y supo afrontar su situación personal, como sacerdote y luego como obispo, con ardor humano y vigor sobrenatural. Bien conocía sus dotes su gran amigo de juventud, el rey, porque lo nombró Lord Canciller, y Tomás asumió ese cargo, como debía ser para un religioso: un modo como otro cualquiera de servir a Dios, y no para servirse de Él, ni de la Iglesia, ni de la confianza que habían depositado en su persona.
Muy otra fue la trayectoria que habría de asumir el rey. La alta política era lo que se le presentaba, con toda su pureza, entre las manos, y la manera de asumirla fue bien distinta, parece que se acomodó a su nueva situación: la del ejercicio del poder; le tomó el gusto al asunto y, naturalmente, quiso atraer a su causa a su amigo. Es, como siempre, la sugestión de quienes tienen (aparentemente al menos) los hilos con los que se mueven todas las instancias, y quieren controlarlo todo. El poder seduce y es como si se quisiera sustentar a sí mismo. Vana presunción.
Tomás, el amigo entrañable, le salió respondón a la hora de decirle las verdades del barquero a la cara y, acabó yendo (era de esperar) en contra del poder político. El resultado también era esperable: el rey se creyó en la obligación de quitarle el pan y la sal a quien antes apreciaba (lo mandó al destierro), y después, como Tomás siguió poniendo por delante a Dios y siguió defendiendo los intereses de Dios, Enrique II se las arregló para callar definitivamente al amigo molesto. La historia se repitió y volvió a haber un mártir.
A estas alturas, no puede dejar de pensar en cómo estamos, a día de hoy, en España y en muchos países del entorno. ¿Se puede callar la Iglesia? ¿Está legitimada a ser dócil al poder y a silenciar la verdad de Dios, del hombre, de las cosas?
Decir lo que no es políticamente correcto sigue siendo algo molesto para el poder, porque incomoda, ya que muestra las carencias. Sin embargo, dejar que Dios se reduzca al ámbito de lo privado es hacerle un flaco servicio a Dios y al propio hombre. El hombre tiene no sólo derecho a vivir su fe de tapadillo, asustado de que pueda “molestar a otro”, tiene el derecho, e incluso el deber, de proponerla, sin que eso se vea como una afrenta a nada ni a nadie, ya que es un tesoro demasiado grande como para quedarse con ella en su interior.
Estamos en tiempo de Navidad, que no es únicamente, las fiestas de invierno, sino el momento en que celebramos el nacimiento de Jesucristo, que ha cambiado la historia. Por eso los cristianos estamos inmensamente felices y queremos hacer partícipes a todos de esa alegría. Con sencillez. Con humildad. Sin acritud.