Hebreos 2, 5-12; Sal 8, 2a y 5. 6-7. 8-9; Marcos 1, 21-28

Hoy nos encontramos -en esta primera carta a los Hebreos que nos propone la Misa- con un no pequeño misterio: “Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”.

El “guía de su salvación” es Cristo. Esto es lo que nos resulta un poco difícil de comprender; claro que ya decía san Pablo que “mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1,22). Pero el motivo de por qué Cristo tuvo que sufrir para redimirnos, nos lo dice también San Pablo, cuando en su carta a los Romanos, en el capitulo 5,18 dice: “si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo!”

Para redimirnos del delito del pecado de Adán -“por el delito de uno”- envió Dios a su Hijo para redimirnos, “Jesucristo”. El pecado es una ruptura y para “arreglar” la naturaleza quebrada por el pecado era necesaria la reparación. Y como la ofensa era a Dios, sólo podía el mismo Dios redimir al hombre de su pecado, Jesucristo Dios y Hombre ¿Cómo es posible si el que pecó fue Adán la culpa recaiga también sobre todos nosotros y tenga que repararlo Jesucristo?

Dice Santo Tomás que el pecado de Adán es común a él y a nosotros, porque nosotros formamos con él “una carne”. Y explica: “en un tiempo dado, toda la carne se concentró en Adán, y como nosotros somos su descendencia, de acuerdo con la carne, es por lo que se ha establecido entre él y nosotros esa solidaridad en virtud de la cual su pecado es también nuestro” (S.T. De Malo, q.4,2,1).

Se nos trasmite lo que es de naturaleza. Esto lo entendemos aún mejor si a continuación leemos en otro de los más famosos de los libros de Santo Tomás, la Suma Teológica (I, II, q.81, 2,a), y distinguimos lo que es de naturaleza y lo que no: “Pero lo que es estrictamente personal, tal como los actos personales y todo lo relacionado con ellos, no se transmite de padres a hijos. Por ejemplo, un hombre hábil en la ciencia del lenguaje no puede transmitir a su hijo la ciencia que él ha adquirido por sus propios esfuerzos personales. Sólo lo que pertenece a la naturaleza es lo que pasa de padres a hijos”.

Quizá entendemos ahora un poco mejor lo que San Pablo nos dice en el capítulo 5, versículo 12: “así como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte pasó a todos los hombres…” Aquí San Pablo se está refiriendo a la naturaleza que es la que vino Cristo a reparar, por eso el Señor, lo acabamos de celebrar hace unos días, “se encarnó” de María la Virgen, y tomando nuestra carne podía ya, redimirnos del pecado, siendo Dios y Hombre.

Quizá todo se podría resumir en una breve frase de un autor cristiano, Edgard Leen quien en su obra “¿por qué la cruz?”, dice: “la humanidad, perdida con Adán, vuelve a la gracia con Cristo. Dios mismo, con una sorprendente generosidad divina, toma a su cargo la penosa tarea de la reparación”.

Por eso, la primera lectura de la Misa de hoy, nos dice aquellas palabras que quizá ahora podemos entender un poco más: “Dios juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”.

Es decir, era necesario para redimirnos que Cristo sufriera. Y lo más maravilloso es la causa de este sufrimiento; una causa la acaba de decir: “para llevar a una multitud de hijos a su gloria”, pero además, sabemos que “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo al mundo hasta la muerte y muerte de cruz”; la causa es el amor: todo lo hace Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, por amor a nosotros. Hagamos también todas nuestras obras por amor a la Trinidad Santísima Padre, Hijo y Espíritu Santo.