Hebreos 3, 7-14; Sal 94, 6-7. 8-9. 10-11; Marcos 1, 40-45

Hoy traemos ante nuestra consideración una de las pocas veces donde Dios, el Espíritu Santo en concreto, como se nos dice en esta primera lectura de la Misa de la carta a los Hebreos, se enfada. Sí, se enfada y es bueno ver por qué Dios se enoja. Es bueno saberlo para no comportarse de tal modo que pudiéramos provocar este efecto. No tanto, por “tener miedo” a Dios porque nos pueda castigar, sino por el hecho de hacer enfadar a quien tiene que ser para nosotros el amor de nuestros amores, nuestra vida, nuestro -que lo es- Padre bueno y misericordioso.

¿Por qué ese disgusto de Dios? primero, porque ponemos a prueba a Dios y, segundo, porque no tendríamos por qué tener esas cautelas cuando las manifestaciones de su poder y de su afecto hacia nosotros son abundantes, constantes. Dicho con otras palabras, se enfada porque no nos fiamos de El. Por eso la lectura de hoy nos muestra cómo Dios después de recordar lo mucho que hizo por su pueblo alimentándolo durante 40 años por el desierto, liberándolo de la esclavitud del Faraón, después de protegerlos de mil peligros, dice, “me pusieron a prueba”, y esto, añade, “a pesar de haber visto mis obras durante cuarenta años” que se dice pronto: “por eso me indigné” nos insiste la primera lectura. Y no es para menos.

Realmente algo parecido podríamos considerar de esta actitud que tenía el pueblo elegido con Dios con la que a veces hacen algunos hijos con sus padres. Incluso, en estos tiempos actuales aún más, pues muchas veces es costumbre en los hijos marcharse de casa de los padres hasta pasados muchos años; se podría decir que, los padres después de a lo mejor casi 40 años de estar velando, alimentando y vistiendo a los hijos, éstos, luego no les corresponden no digo con lo que más quieren los padres, sino -como sucede con Dios– con lo único que quieren: con cariño y con amor. Digo esto para que entendamos mejor cómo para Dios Padre, realmente nosotros somos sus hijos, pues esta expresión que pone la escritura -“por eso me indigné”- lo entendamos como la reacción propia de un padre “de verdad” con unos hijos que no le devuelven ese afecto y ese cariño a sus padres: Dios es un padre de verdad, y estas cosas le duelen.

Y este es el enfado: que no le queramos. Es -según se ve en el Evangelio constantemente- la falta de amor, la falta de confianza en Él, lo que más le duele al Señor. Dolor que a través de ésta misma lectura sigue manifestándonos Dios cuando nos dice que sus hijos “siempre tienen el corazón extraviado”. Fijaros, no dice tienen “la cabeza en otra cosa” sino tienen “el corazón” extraviado, no están amando lo que deben, a quien deben; de ahí que entendamos perfectamente la actitud que nos pide el salmo responsorial de la Misa de hoy para ser hijos buenos de tan buen Padre: “postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía” (salmo 94). Y nos suplica, el mismo salmo, que no endurezcamos “el corazón” (otra vez el corazón; es lo que le importa al Señor) “como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”, cuando habían visto tantos cuidados y detalles de padre para con nosotros.

Porque además El Señor no nos pide -que podría hacerlo-una “fe ciega”; no. El Señor nos da muchas pruebas de su existencia -toda la creación-; de su amor infinito -tanto amó Dios al mundo que, en Jesucristo, se entregó hasta la muerte por nosotros-; pruebas de sus desvelos para que alcancemos el fin de nuestra vida -la institución de los sacramentos-; y, por referirme para terminar, quizá especialmente le duela al Señor que no nos fiemos de él, que endurezcamos nuestro corazón con El, cuando por su parte ha llegado a la manifestación más clara de que nos quiere y nos ama con locura: se ha querido quedar en la Eucaristía, donde encontramos al mismo Dios verdaderamente presente nada menos que como alimento nuestro, ¡ya no cabe mas “locura de amor”! como han llamado a esta acción de Dios, a éste sacramento, santos y teólogos. Después de todas estas manifestaciones y tantas otras que ni podemos ya mencionar, entendemos un poco más que al Señor le duela profundamente, que no le devolvamos amor por amor.

Por eso como nos pide al final ésta primera lectura de la Misa de hoy, seamos buenos hijos de nuestro Padre Dios y animémonos “los unos a los otros, día tras día -nos dice la lectura- mientras dura este ‘hoy’, para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado”.