Hebreos 4, 12-16; Sal 18. 8. 9. 10. 15; Marcos 2, 13-17

El Evangelio de hoy, San Marcos, capítulo 2, empieza diciéndonos que: “en aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del lago; la gente acudía a él, y les enseñaba”. Es alentador ver que la gente sale al encuentro de Señor para aprender. La primera consideración que me parece oportuna hacer es que, si oyéramos a Cristo hablar, seguro que seguiríamos yendo allí a aprender. Esto ahora -se dirá- es imposible porque Cristo ya no está aquí, está sentado a la derecha de Dios Padre, y ya no nos habla como entonces.

En cambio, pienso que el hecho de que el Santo Padre haya querido dedicar desde octubre pasado hasta el que viene un año a la Eucaristía, tiene mucho que ver con la certeza que tiene el Papa en la presencia de Cristo entre nosotros a través del Pan eucarístico; presencia de Cristo que sigue esperando también ahora, que acudamos al sagrario a seguir aprendiendo lo que El nos enseña, lo que Él nos habla. Pero ahora -se me dirá- delante de un sagrario el Señor ya no te dice nada.

En cambio, pienso que sí que nos dice y mucho. Fijémonos en algunas cosas, por ejemplo, una: el Señor está en el sagrario, El es el Creador, el dueño del mundo, el centro del universo ¿y qué hace? Espera que vayamos a amarlo. Primera conversación con Cristo que aprendemos delante de un sagrario: lo que Dios nos está ¡gritando! desde el sagrario, lo que más quiere en esta vida de nosotros es nuestro amor. Realmente, si lo piensas, llegarás a la conclusión de que ahí, en el sagrario, Cristo no espera otra cosa; nadie puede decir que espera otra cosa que no sea el que vayamos a amarlo. No el amor en general, sino el amor tuyo, mío: el amor de sus hijos.

Otra enseñanza que podemos acudir a aprender: Él es Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero, engendrado, no creado, poderoso y eterno. Pero allí, delante de un sagrario, humildad: El lo es todo y parece nada. Como en Belén, era Dios y era un indefenso Niño. Humildad del oculto a los ojos del hombre: “en la cruz -rezaba Santo Tomás- estaba escondida la humanidad, aquí está además oculta la divinidad”: fe. Cristo en el sagrario nos habla de humildad y de fe. Fe y humildad para aplicar en nuestras vidas.

Al ponernos delante de un sagrario, podemos pensar qué hace Él ahí. ¿Por qué se quiso quedar ahí? Después de años y siglos de estudios de teólogos y hombres santos, solo han dado una respuesta: por amor. Otra vez el amor, siempre el amor cuando hablamos de Dios; ahora del que Dios nos tiene a nosotros los hombres. Delante del sagrario aprendemos a devolver amor por amor: a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, hijos de Dios.

En la calle, en cualquier calle donde están situadas las iglesias de cualquier ciudad nuestra: el tráfico, el correr, las prisas. Traspasamos los umbrales de la iglesia, nos encaminamos a la capilla del Santísimo, nos ponemos delante del sagrario y allí: silencio. Quietud. Paz. Alegría. Acogimiento. Comprensión. Refresco, dulzura. Descanso. Escucha. En cambio, nuestra vida es, tantas veces, lo contrario, es, la calle: ruido, bullicio, algarabía, desazón, egoísmo, olvido de los demás, desatención, oídos sordos, ceguera. ¿Y qué nos dice Jesús en el sagrario?, que traspasemos los umbrales de la Iglesia, que nos encaminemos a la capilla del Santísimo, pues si tu te pones ahí, seguro te seguirá -seguiréis, tu y El- hablando, ahora igual que entonces y serás uno más de los que “junto a la orilla del lago, la gente acudía a él, y les enseñaba”.