Isaías 49, 3. 5-6; Sal 39, 2 y 4ab. 7-8a. Sb-9. 10; san Pablo a los Corintios 1, 1-3; Juan 1, 29-34

Se dice que se publican muchos libros, pero que hay pocos lectores. También aseguran algunos que hemos pasado de una sociedad que formaba en valores (“virtudes”, me gusta decir), a otra muy distinta en la que prima la información y que, en su mayoría, no se valora, y contrasta según el paradigma de la verdad. Estos cambios de “péndulo”, aunque parecen no notarse de forma inmediata, sí que es posible percibirlos en un par de generaciones. Es mucho más fácil manipular a gente que no tenga las ideas claras, que a otras que saben medir lo que realmente les conviene para ser más humanos. El grito de “vivimos en democracia”, no es precisamente el mejor argumento para asegurarnos la mejor de las elecciones, ya que con una simple indicación “desde arriba”, es muy fácil decidir lo que conviene a la sociedad para que sea dócil y obediente a los requerimientos de los ideólogos pertinentes.

Con la religión parece ocurrir algo similar. Si antes parecía que se trataba de manifestar externamente una vivencia interior (cuestión de “masas”), ahora se dogmatiza la pretensión de que cualquier creencia religiosa ha de ser algo que quede reducido al ámbito de la conciencia personal (cuestión de “individuos”). La gran paradoja es que los supuestos “individuos” sí que son dirigidos en “masa”, mientras que la religión (le pese a quien le pese), hace al ser humano verdaderamente libre. ¿Me conviene que los dictados de mi conciencia se conformen con los de una ideología, que mañana será otra muy distinta?. O, por el contrario, ¿obedecer a Dios, que es infinito en misericordia y amor, hace que mi conciencia se adecue con la Verdad que es siempre perenne e inmutable?

Esto es, a fin de cuentas, lo que encontramos en San Juan Bautista. Él, que fue el precursor del Mesías, se ganó el favor y el respeto de la gente. En masa venían para recibir ese primer bautismo que les predispusiera para reconocer a Cristo. Nunca se dejó ganar por la adulación o la admiración. El propio Herodes quiso llegar a un “pacto” con él para que no denunciase su adulterio, pero el Bautista -eso de “quedar bien” no iba con su modo de hacer las cosas- prefirió la muerte antes que traicionar la verdad. Su testimonio, tal y como hoy nos dice el Evangelio, fue declarar la divinidad de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Esta valentía es difícil encontrarla en nuestros días. Muchos, en nombre de su futuro o el de sus familias, están dispuestos a “seguir la corriente” con tal de que no se les excluya del ámbito de los beneficiados (económica o socialmente). Aunque a corto plazo no se vislumbren los perjuicios, con el tiempo se va percibiendo el daño irreparable que supone volver la espalda a Dios y a nuestro compromiso con la verdad. Y, especialmente, suelen ser los hijos los que sufren semejante determinación. Los que piensan que dirigen la actuación de otros, además, olvidan que también son dirigidos… a veces traicionados por sus propias ideas.

Pero hay que añadir otra cualidad en San Juan Bautista. “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Sí, se trata de la humildad. Llegado el momento San Juan se retira. Ha cumplido su misión, y lo suyo no es “dar la nota”. El encargo que Dios le encomendó lo ha llevado, y con creces, a su término. Ahora se trata de que brille la gloria del Hijo de Dios. ¡Cuántos problemas nos evitaríamos si supiéramos estar allí donde nos toca, sin querer “tocar la gaita”, aunque no nos aplaudan o nos reconozcan lo bien que hacemos las cosas!

La Virgen María es también maestra de humildad. Estuvo, precisamente, en todos aquellos momentos de la vida de Jesús en que no existía el brillo externo o el reconocimiento público. Pero, sobre todo, permaneció firme al pie de la Cruz. La humildad es la gran puerta a un amor auténtico y sin quiebras, ya que su única recompensa es aceptar y abrazar la voluntad de Dios.