Hebreos 8, 6-13; Sal 84, 8 y 10. 11-12. 13-14; san Marcos 3, 13-19

Me decía un amigo que al ir a trabajar ayer le asaltaron sus compañeros con el siguiente comentario: “¡Lástima que hayas llegado tarde, porque te hubieras evitado el haber criado tantos hijos!”. Y esto hacía referencia al malentendido acerca de los preservativos y el parecer de la Iglesia. Ya todos se hacían “vivas” del gran cambio producido:”¡La Iglesia permite el uso de condones!”. Además, a costa de los enfermos del Sida (porque a todo hay que sacarle “tajada”), cualquiera podía ir a la farmacia de guardia (como algún periodista afirmaba también ayer) a comprar por la noche (resulta curioso que ese tipo de acciones se realicen con nocturnidad y alevosía) la correspondiente cajita de preservativos.

El problema es pensar que se puede manejar a la persona como nos venga en gana, olvidando la dignidad que le corresponde a cada uno. No podemos tratar al ser humano como un saco de patatas. Existe algo, en cada hombre y en cada mujer, que supera cualquier pensamiento e ideología, por muy filantrópica que sea; y ese algo no es otra cosa que el alma. Por eso, nos encontramos con pretensiones de salvar la salud de millones de cuerpos enfermos, cuando lo que estamos matando es el espíritu que los conforma, es decir, la salvación del alma. Y esto va más allá de cualquier consideración homilética o piadosa, se trata de la misma naturaleza humana de lo que está en juego. Es la sociedad la que estamos enfermando, con ese afán de colocar el bienestar en el altar de las conciencias, para así acallar la voz de Dios.

Por supuesto que existen enfermos del SIDA, por supuesto que hay millones de seres humanos que mueren de hambre, o como consecuencia de guerras injustas… Pero, ¿gracias a los preservativos vamos a paliar semejantes dramas? Más bien, todo lo contrario, al condicionar al hombre a ser una “patata”, entonces, además de pasar hambre o morir de enfermedad, habremos matado también su alma. Lo dice hoy la carta a los Hebreos acerca de Jesucristo: “Ahora a nuestro sumo sacerdote le ha correspondido un ministerio tanto más excelente, cuanto mejor es la alianza de la que es mediador, una alianza basada en promesas mejores”. Son promesas que nacen de Dios y, por tanto, tienen vocación de eternidad, y no un mero trámite para ver cómo puedo alimentar mi debilidad a costa de los que sufren, sino el reconocimiento de mi propio pecado, porque ha sido Cristo, en último y primer término, quién ha vencido al pecado y a la muerte.

“Jesús, mientras subía a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se fueron con Él”. ¡Sí!, Cristo también te llama a ti, y no lo hace como considerándote una “patata” más, sino con tu nombre y apellidos. Y lo hace porque le da la gana, que es la razón más divina que pueda existir. ¿Vas a rechazar esa llamada no sea que otros se rían o burlen de ti? Ya es hora que los cristianos demos el salto definitivo para cruzar el abismo de la mentira y de la majadería. No podemos cruzarnos de brazos, mientras los enemigos de la verdad se ríen de lo más sagrado que hemos recibido: la dignidad de ser hijos de Dios. ¡Amamos la verdad!, y por ello amamos la vida y a cualquier ser humano que necesite de nuestro cariño y comprensión, aunque esté equivocado. Pero, de ahí a “comulgar con ruedas de molino” no solo hay una diferencia, sino que es entrar en la dinámica de una locura colectiva, que piensa que todo lo que nos pase no le importa a Dios, con tal de que nos vaya “burguesmente” bien.

Que María nuestra madre nos bendiga con su cariño y proteja a todas la familias que miran a Nazaret como la escuela del amor y la verdad.