Hechos de los apóstoles 22, 3-16; Sal 116, 1. 2; Marcos 16, 15-18

Nos encontramos en el año de Don Quijote de la Mancha. Cientos de actos culturales, congresos, etc. se están celebrando, y se celebrarán a lo largo del 2005 en España y, de manera particular, en la Comunidad de Madrid. Recuperar la figura del hidalgo manchego es algo beneficioso para todos, ya que se trata de una literatura universal, y además refleja un carácter que define a todo un pueblo, el español, de manera muy particular. Una de las imágenes que recuerdo de su lectura es la de la batalla con algunos molinos de la Mancha, y que Don Quijote, llevado de su peculiar locura, identifica con gigantes feroces. De ese relato proviene la conocida expresión: “perseguir molinos de viento”, ir, en definitiva, tras ilusiones que nada tienen que ver con lo real.

Recordaba ese pasaje del Quijote con la lectura del libro de los Hechos de los apóstoles, cuando el gran perseguidor de los cristianos, una vez que cayó a tierra (lo del caballo parece que es un añadido posterior), escuchó una voz del cielo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. El que después sería San Pablo, estaba convencido de realizar una gran labor apresando a hombres y mujeres que daban testimonio de Jesucristo. Sin embargo, el Señor le hizo ver que su locura, al modo de Don Quijote, era un empeño inútil, ya que se trataba de ir contra la propia voluntad de Dios. Hoy día podría ocurrir algo similar si no fuera porque, a aquellos que persiguen a la Iglesia, no sólo les acompaña la ignorancia sino, sobre todo, la indiferencia ante la verdad, una verdad que, sin duda, buscaba constantemente San Pablo. Por este motivo, me da la impresión, de que pocos de nuestros contemporáneos verán una luz brillar en el cielo que les haga caer de sus respectivos caballos “aburguesados”.

El apóstol de los gentiles, una vez repuesto de su caída, interrogó a la voz: “¿Qué debo hacer, Señor?”. No se puso a medir los pros y los contras, sino que su respuesta fue inmediata, e hizo todo lo que Dios le encomendó. Muchos de nuestros conocidos, por el contrario, prefieren seguir instalados en sus “batallitas” con molinos de viento, incluso a sabiendas de que pertenecen al mundo de la más pura ficción. De esta manera, van edificando un muro de contradicciones y de irrealidad desde donde nunca podrán escuchar a Dios.

¡Hay que despertar!, hay que salir de lo que nos adormece, y de todo aquello que nos hace inútiles a los deseos de Cristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio”. Si pensáramos en los medios con los que contaban aquellos primeros apóstoles para propagar la Palabra de Dios a todas las naciones, moriríamos de vergüenza (si es que a veces nos queda alguna). Nos quejamos de no tener ni el poder, ni el dinero, ni la influencia de los que se declaran enemigos de Dios, pero, en muchas ocasiones, es simplemente una excusa para seguir atrincherados en nuestras respectivas comodidades. “¡Te basta mi gracia!”, dirá el mismo Señor a Pablo; y su estandarte ya no será ni el orgullo, ni la vanidad, ni la gloria del mundo… sólo la Cruz de Cristo.

Si lográramos rescatar un simple brillo de los méritos de Jesús clavado en la Cruz, tú y yo también seríamos capaces de anunciar la única verdad capaz de liberar a todo hombre y mujer. Nos faltan los “arrestos” de la humildad y de la fe para convencernos de que no somos nosotros, es Dios mismo el que está empeñado en llevar a término la obra redentora de su Hijo… y cuenta con nuestra debilidad, que es la única garantía para recibir la gracia del Espíritu Santo.

Terrible resulta la sentencia de Jesús: “El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado”. Sin embargo, no fue el miedo el que empujo a los apóstoles a proclamar la Buena Noticia, sino el amor… Y María, la madre de Jesús, estuvo con los discípulos cuando el Espíritu Santo les quemó por dentro, con un fuego que jamás se apagará, y que ha de durar a lo largo de los siglos. Recoge tú también esa llama, y préndela en los corazones que, aún sin saberlo, tienen hambre de Dios.