Malaquías 3, 1-4; Sal 23, 7. 8. 9. 10 ; Hebreos 2, 14-18; San Lucas 2, 22-32

Mi parroquia está abierta gran parte del día. Gracias a Dios van siendo más los que van pasando a hacer un rato de oración o una visita al Santísimo. Sin embargo, hay momentos en que en el templo está vacío de personas y yo estoy en la sacristía o leyendo en el confesionario. De pronto entran dos o tres que vienen a pedir una partida de bautismo o encargar un funeral, y además de comportarse como si entrasen en unos recreativos, miran a su alrededor y dicen en voz nada baja: “No hay nadie.” Creo que en esos momentos deben salir unos lagrimones del Sagrario.
Hoy, fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, deberíamos gritar, con la misma pasión con que lo hacía el Santo Cura de Ars, ¡Hay Alguien!. Sólo José, María, Simeón y Ana se dieron cuenta que había entrado en el templo de Jerusalén la “luz para alumbrar a las naciones y la gloria de su pueblo Israel.” Sólo ellos se dieron cuanta que el “Santo de los Santos” no estaba detrás de la cortina del templo, sino en brazos de su madre. Así nos pasa también hoy a nosotros, andamos despistados, también los sacerdotes. Entramos en los templos y no buscamos al único realmente importante. Pienso que uno de los apostolados del Papa (seguido luego por Cardenales, Obispos, Vicarios, sacerdotes, religiosos y religiosas y muchos laicos), ha sido el ir primero a quien tenía que ir. ¿Qué mas da que espere unos segundos un rey, un gobernante, un empresario o cualquier celebridad?. Primero se pone delante del Sagrario en unos momentos de oración, pues sabe que allí está el “Sumo Sacerdote, compasivo y fiel” ante quien no quiere pasar de largo. Si nosotros pusiésemos nuestras gestiones, nuestra vida, lo que somos y tenemos delante de Jesús Eucaristía las cosas nos irían de otra manera. Si supiésemos ganar unos minutos para entrar en esa Iglesia que encontramos en nuestro camino todos los días (si está abierta), y entrásemos a saludar al Señor, cambiaríamos nuestras “prioridades.”
¡Hay Alguien!. Nos lo recuerdan día tras día las religiosas y religiosos contemplativos. No “pierden el tiempo,” como dicen muchos. Más bien pienso que “ganan” su tiempo para Dios y para nosotros, que su vida es un grito silencioso que “habla de niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.” Nos recuerdan que con Dios no se “cumple” sino que se vive. No esperan, como Simeón o Ana, sino que contemplan y bendicen a Dios todas las horas del día.
¡Hay Alguien! Nos lo recuerdan los sacerdotes que hacen su oración ante el Santísimo, las queridas viejecitas que se sientan ante el tabernáculo, los ciegos que se ponen ante el sagrario para mirar con los ojos del alma, la familia que pasa un momento a rezar juntos, el joven que cae de rodillas para dar gracias por la Misa que acaban de celebrar, la comunión que acaba de recibir.
Santa María lleva en sus brazos a Cristo. Si te cuesta llegar hasta Él, si eres incapaz de ganar esos momentos en tu jornada, pídeselo a ella y te lo acercará y podrás decir como Simeón: “Mis ojos han visto a mi Salvador,” y no le dejarás.