Hechos de los apóstoles 13, 46-49; Sal 116, 1. 2; Lucas 10, 1-9

Empiezo hoy contándote un trocito de la vida de un hombre que ya hace tiempo me contaba el propio protagonista. La historia de uno que había entregado su vida a Dios a través del sacerdocio y que, es tan edificante que no me resisto a contar porque seguro que a todos nos ayudará. Claro que la historia es verdadera.

Mi amigo era un hombre empresario. Soltero. De vida, desde el punto de vista cristiano, o para ser más exactos, en atención a los 10 Mandamientos de la Ley de Dios, muy distante de poder ser puesto como ejemplo de vida. Ganaba mucho dinero, pues su labor profesional la ejercía en una de estas empresas que trabajan y exigen mucho a sus empleados pero luego pagan muy bien. En el momento en que se desarrollan los hechos era uno de esos que él mismo luego calificaba de “el más importante de su vida”. Era ya, en esa empresa, vicepresidente. No he dicho la edad porque no sé yo cuantos años tendría entonces pero seguro que no llegaría a los 30. Estaba bautizado. Es español.

Un amigo “un poco loco”, me contaba, le invitó a conocer a unos seminaristas amigos suyos, para que conociera “cómo es esa gente”. Estuvo con ellos. Se empezó a encontrar mal ya en esa charla amistosa. Mareado. Se fue. Al cabo de unos días estaba, nuestro hombre, en una iglesia; de rodillas delante de un sagrario. Y lloraba. Lloraba mucho.

Transcurre un tiempo pero él estaba ya tocado por la gracia de Dios. Decide hacerse sacerdote. Va al presidente de su empresa y le dice que va a dejar el trabajo porque quiere entregarse a Dios. Su Presidente es católico. Pero no entiende nada y le dice una frase que él ahora me la cuenta con pena: “oye, –le espetó– si es por dinero, si es que en la Iglesia te van a dar más, yo te doblo el sueldo”. Sí, era católico y no entendía. Otro alto cargo de su empresa era judío. Era obligado contárselo también a él: “cómo lo comprendo -le dijo- Dios es así; siempre sigue llamando a los hombres”. Nuestro amigo me manifestaba su dolor y su extrañeza de que aquel, católico, no entendiera; éste, judío y quizá no conocedor del todo del significado del sacerdocio cristiano, si entendía y comprendía que dejara sueldo, poder y prestigio humano por una llamada de Dios.

Esta historia me la ha traído a la cabeza la primera lectura de la Misa de hoy: lectura de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 13. Es San Pablo el que habla y dice: “-«Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: «Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra.»». Esto hizo Dios con quien me contaba su historia: era gentil de corazón y escuchó la palabra de Dios.

Seguro que acierto si afirmo que quien ahora está leyendo estas letras es católico. Vivamos nuestra fe con intensidad y encarnándola en nuestra propia vida, no vaya a ser que el Señor encuentre mejor respuesta en los gentiles que en nuestros oídos católicos y perdamos el sentido de la vida, la gracia de Dios, la fe en su Palabra.