Génesis 12, 1-4a; Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22 ; san Pablo a Timoteo 1,8b-10; san Mateo 17, 1-9

Nos quedamos con la primera lectura de la Misa de hoy que nos habla de una conversación de Dios con Abran: “En aquellos días, el Señor dijo a Abrahám: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré”.

El Señor a Abrahám y a cada uno de sus hijos en la tierra, siempre les encarga una misión. No debemos confundir misión con misión grande, aparatosa, de fundador o de misionero. La misión, es decir, para lo que hemos nacido puede llegar a tener efectivamente una relevancia publica, notoria, de alcance popular regional, nacional o incluso internacional. Esa sería la vida de tantos hombres que todos conocemos, desde el Papa Juan Pablo II hasta un político Robert Schuman, político Europeo pionero de la Unión Europea y en estos momentos en vías de canonización, por poner otro ejemplo, o cualquier deportista o artista que prefieras.

Pero esa misión, encargo, motivo de nuestra venida al mundo, o como a cada uno guste llamar, es evidente que Dios no sólo se la encomienda a tres o cuatro, ni aunque fuera a tres o cuatro mil. A todos Dios nos quiere “para algo” (no digo nos quiere “por” algo, porque eso no hace falta decirlo, del mismo modo que un hijo no necesita preguntar por qué le quieren sus padres, sencillamente se contestaría “porque soy hijo suyo”).

¿Para qué me quiere Dios a mí? Bonita pregunta que requiere una respuesta que solo puedes dar tú. ¿Y cómo puedo averiguar lo que Dios está esperando de mí? La respuesta, en general habrá que decir que como nos han enseñado los santos “sólo la podrás descubrir en la oración personal”.

Este años, año de la Eucaristía, es un año espléndido para que entremos en una Iglesia, busquemos dónde está la capilla del Santísimo, el Sagrario, donde está realmente presente Jesús Sacramentado, y nos hagamos esta pregunta y otras que miren a fundamentar el sentido de nuestra vida y de nuestra existencia.

Este descubrimiento es importante porque puede cambiar -y de hecho está demostrado a lo largo de la historia de los hombres- el curso de tu caminar por la tierra. No es lo mismo levantarse sin saber qué voy a hacer hoy, ese día se torna entonces monótono, aburrido, televisivo y apoltronado; que si nada más levantarte de la cama, por el contrario, tener ya en la cabeza “la misión” que hoy tengo, sea un examen final de carrera, una entrevista para conseguir trabajo, o un partido de fútbol con los amigos, un bautizo o el acompañar en el sentimiento a un amigo por la muerte de un familiar.

Y es importante también porque el Señor -que conoce nuestra cabeza “mercantilista”- nos dice que si descubrimos esa misión y si nos entregamos a ella en alma y cuerpo, entonces, (tal como nos dice a continuación la primera lectura de la Misa) “haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo”.

Esa misión es fruto de tu oración personal. Pero sí hay una pista clara de que vas acertando en la misión que Dios te ha dado: que nunca irá por derroteros contrarios a su voluntad: “quien me ama, cumple mis mandamientos”.