Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; san Pablo a los Efesios 5, 8-14; san Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38

La luz es algo más que un instrumento. Es necesaria para la vida. Si todo fueran tinieblas, volveríamos al caos y al sinsentido que ya nos narra el Génesis al hablarnos de cómo fue la Creación. Para el hombre la luz, además de ser algo vital, significa otras muchas cosas, y que tienen que ver con su vida interior y su relación con Dios. De hecho, el Verbo, el Unigénito, el Hijo de Dios, aparece como Luz del mundo. El apóstol san Juan al comienzo de su Evangelio hablará muy directamente de cómo esa Luz irrumpió en medio de esas tinieblas que atenazaban el corazón del hombre.

“Caminad como hijos de la luz -toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz-, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciadlas”. El mismo san Pablo alude a la oscuridad como fruto del pecado, y nos pide que actuemos como “hijos de la luz”, realizando el bien y buscando realizar la voluntad de Dios. Además, la luz sirve para que las cosas se hagan al descubierto, sin engaños y sin mentiras. La luz necesita de nuestra colaboración para que el bien se extienda a los demás, y eso exige una gran responsabilidad por nuestra parte. Hay veces que decir la verdad (y esa es su conexión con la luz) supone un escándalo para aquellos que viven en la oscuridad, ya que prefieren vivir con “su” mentira, pues les resulta mucho más cómodo, y lejos de otras complicaciones.

También hay una luz, en el interior del hombre, que hace poner las cosas en su sitio, y esa luz es la de la conciencia. Todos hemos pasado alguna vez por la experiencia de entrar a un lugar a oscuras, y andamos como a tientas. No reconocemos los objetos, e incluso podemos tropezar en cualquier sitio… nos sentimos verdaderamente incómodos. También, en un lugar oscuro es difícil percibir el orden de las cosas, y mucho menos si hay que hacer una limpieza en ese lugar: no sabremos dónde encontrar el polvo. Sin embargo, conforme vamos iluminando esa estancia, vamos distinguiendo los objetos, y sabremos descubrir la falta de orden, o si es necesaria una limpieza a fondo. De la misma manera actúa la conciencia en el ser humano. Es necesaria su luz para discernir aquello que realmente nos conviene, iluminando nuestro entendimiento para que la voluntad actúe conforme al querer de Dios.

“¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Esta pregunta también la hace el Señor a cada uno de nosotros. Y el lugar más adecuado es el templo más sagrado que tenemos en nuestro interior: la conciencia. Sólo es posible una respuesta sincera cuando se hace desde la verdad, que es el ejercicio más grande de la libertad. Nadie puede sustituirte en este tipo de cuestiones, pues corresponden a lo más íntimo y personal, algo que nadie puede hacer en nombre tuyo.

Hemos de pedirle a la Virgen que tengamos la fortaleza necesaria de ponernos delante de su Hijo, y como el ciego de nacimiento que nos narra el Evangelio de hoy le digamos, aunque a veces nos ciegue nuestra soberbia y nuestros pecados: “Creo, Señor”.