Isaías 65, 17-21; Sal 29, 2 y 4. 5-6. 11-12a y 13b ; san Juan 4, 43-54

Ya hemos dicho en otras ocasiones que la Cuaresma no es un tiempo que la Iglesia dedica a los tristes o pusilánimes. Todo lo contrario, se trata de darnos un empujón sobrenatural para percibir con más “sensatez” todo lo bueno que nos viene de Dios. Hoy, por ejemplo, leemos en el libro de Isaías: “Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear”. ¿Quién sería capaz en nuestros días de una oferta semejante?

La Cuaresma, efectivamente, es un tiempo “fuerte”, por cuanto estamos considerando misterios centrales de nuestra fe que exigen, por nuestra parte, una actitud de conversión y penitencia. Pero, ¿no vemos en nuestros ambientes a tanta gente dispuesta a sacrificarlo todo por perder unos “kilitos?, ¿No soportan los atletas cantidad de renuncias (horarios estrictos, dietas rígidas, horas de entrenamiento…)? Nuestro “deporte” es la salvación de nuestras almas y, de manera análoga, también necesitamos una preparación y un tiempo. Pero, fijémonos en eso de la conversión y la penitencia.

Lo “divertido” de Dios es que nos quiere como somos. Nunca nos va a poner una pistola en el pecho para que dejemos de ser lo que somos. Lo admirable, es que nos ama y nos ha creado a su imagen y semejanza. Es decir, hay algo en nosotros que nos supera y de lo que aún no nos hemos dado cuenta. Es algo tan magnífico y extraordinario, que mil años serían una broma para poder llegar a entender, aunque fuera un poquito, qué significa el que Dios me ame. Él respeta todo lo que ha salido de sus manos (la Creación), y no sólo eso, sino que, además, ha querido que tú yo disfrutemos de todo ello… que seamos los verdaderos reyes de esa obra creadora. ¿Cuál es el problema?… que no nos hemos enterado. Mejor dicho, hay en nosotros algo, la “tendencia al pecado”, y que, a modo de orejeras, nos impide ver las maravillas que Dios nos ofrece y regala constantemente. De ahí, el sentido de la conversión, que no es otro que el de “volvernos” hacia aquel que nos ama y nos da la vida.

¿Cuál es uno de los instrumentos más adecuados para reconocer a Ése que nos espera con los brazos abiertos, y llenarnos de felicidad?: la penitencia. Cuando un coche se estropea, por ejemplo, hay que llevarlo al taller para que lo reparen. Pues bien, la penitencia sirve para reparar el daño que, consciente o inconscientemente, hacemos a Dios en tantas ocasiones. Y no te olvides de que no se trata sólo de que no robes o que no mates: existen otras actitudes que también nos apartan de Dios, por ejemplo las omisiones (“para qué complicarme la vida”, “quizás en otro momento”, “no sea que se rían de mí”…). Para todo ello es necesaria la penitencia, que es como la sal que condimenta un buen alimento. Así, una renuncia concreta, una sonrisa a tiempo, un saber escuchar, un no mirar lo que no es conveniente, evitar un juicio o una murmuración… todo ello, son pequeñas penitencias que van dando sabor a ese volvernos a Dios con el corazón grande y agradecido.

“Como no veáis signos y prodigios, no creéis”. Estas palabras de Jesús pueden parecer duras. Pregúntate si no te pasa alguna vez que cuando algo no te sale como lo esperabas, le dices a Dios que te ha defraudado. ¿No será que sigues poniendo el corazón en cosas en donde Él nunca va a estar? Déjate llevar por la esperanza, que es el motor de esta Cuaresma, para advertir lo que Dios es capaz de darte con tal de que vuelvas tu mirada, tu corazón y tu entendimiento hacia Él. La Virgen, que siempre vivió de esperanza, miró a su Hijo en la Cruz, y a pesar de tanto dolor, supo que tú y yo entraríamos a formar parte de “un cielo nuevo y de una tierra nueva”… Ahora, sólo falta que digas “sí”.