Isaías 49,8-15; Sal 144, 8-9. l3cd-14. 17-18; san Juan 5, 17-30

Tengo un amigo sacerdote que es el párroco de una iglesia en un pueblecito de Madrid. De vez en cuando voy a verle, y hablamos “cosas de curas” (quizás él más que yo, porque ejerce más de pastor). Las catequesis, las misas, las reuniones con los padres, la nueva campana para la torre, las obras de la capilla del santísimo… siempre se trata de asuntos que tienen que ver con el servicio a los demás y, sobre todo, de los “demás” con Dios. ¡Verdaderamente envidiable! El estar pendiente de las almas es una vocación que lo llena todo. Incluso, las cuestiones materiales tienen un aroma peculiar que te hace trascenderlas para colocarlas en el corazón de lo divino. El detalle, por ejemplo, de cómo han de ser unos bancos para que la gente esté más cómoda haciendo oración delante del Sagrario, puede hacerle a uno conmoverse. Son cosas que no aparecen en los periódicos y, sin embargo, es lo más “noticiable” (de eso estoy bien seguro) allá en el Cielo. Me imagino a los ángeles sonriendo, y tomando buena nota de cómo ese buen sacerdote se desvela con generosidad, casi siempre en silencio, por su feligresía.

Con estos hechos, uno se descubre y advierte con claridad las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo”. He conocido a sacerdotes mayores que han estado en pueblos alejados de las grandes urbes, y que se han “gastado”, física y espiritualmente, en el bien de las almas que tenía encomendadas. Podría llamarse Don José, Don Francisco, o Don Juan. Daba igual. Lo importante era que aquellas almas sabían que era “su cura”. Aquel que tenían siempre cerca en los momentos de alegría, y en circunstancias de dolor. Así, en las fiestas patronales, detrás del “Santo”, iba el párroco, con su capa pluvial, bien recogido en oración, y la cofradía correspondiente acompañándole al mismo paso. Después de la Misa alborozo y fiesta, y la gente lo pasaba estupendamente. También en los momentos de dolor estaba ahí el sacerdote. En la enfermedad, en el sufrimiento moral y en la muerte. Una palabra de consuelo, un consejo o una oración sincera y confiada, daban paz y serenidad a los que necesitaban algo más que unas palabras… era el mismo Dios quién entraba en esos hogares y en esos corazones. Tal y como se nos dice hoy, “Os lo aseguro: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida”. Este era el firme convencimiento de los que acudían a su pastor, padre, amigo y confidente.

Lo más admirable, era advertir que era el “cura” de todos. Cuando en nuestra sociedad secularizada, intentamos etiquetar lo religioso como algo trasnochado y decadente, estamos marginando al hombre de su verdadero origen. El que uno fuera de “izquierdas” o de “derechas”, por ejemplo, no significaba nada relevante, cuando lo que estaba en juego era su destino último, porque las palabras de Jesús resultaban definitivas: “los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio”. No era el sacerdote quien condenaba, sino el que les hablaba de la misericordia y la bondad de Dios… y eso, siempre, era una invitación a hacer el bien.

Son tiempos difíciles los que vivimos, donde las ideologías parecen imponer sus criterios y doctrinas. Sin embargo, soy testigo de que existen buenos sacerdotes que saben transmitir algo más que un pensamiento… transmiten vida, y vida para siempre. Y lo que hacen y dicen, no es en nombre propio, sino que buscan identificarse con los mismos sentimientos de Cristo-Sacerdote: “Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”.