Sabiduría 2, la. 12-22; Sal 33, 17-18. 19-20. 21 y 23; san Juan 7,1-2.10.25-30

Ayer, después de Misa, se acercó una mujer a darme el pésame. Me quedé un tanto perplejo, pues no recordaba que, recientemente, hubiera fallecido algún familiar o amigo. Me explicó que había estado escuchando las noticias, y que se había enterado del nuevo nombramiento del Presidente de la Conferencia Episcopal, sustituyendo al que es nuestro Arzobispo de Madrid. Le dije, casi de forma refleja, que no había motivos para estar desairados o tristes, pues nada iba a cambiar en lo esencial dentro del Magisterio de la Iglesia (ver comentario de ayer). Sin embargo, y esto es un fiel reflejo de lo que influyen los medios de comunicación, aseguraba la buena señora que era muy importante el llevarse bien con un gobierno que invita a todos al diálogo y a la convivencia, dando a entender que el nuevo Presidente de la Conferencia reunía semejante “talante”.

Permitidme, aunque sea una cita larga, que os transcriba las primeras líneas de la lectura de hoy, tomadas del libro de la Sabiduría: “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor; es un reproche para nuestras ideas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás, y su conducta es diferente”. Imbuidos por lo políticamente correcto, de manera consciente o inconsciente, podemos equivocar muy fácilmente nuestro juicio hacia los demás. Pensar que lo único importante es “no meterse en líos”, y que, mientras no toquen lo mío, los otros hagan lo que quieran, es un enorme error. Siempre consideramos “lo nuestro” como lo más material y tangible: la casa, el trabajo, el dinero, el coche… y, sobre todo, lo que los demás piensen acerca de mí. Olvidamos que hay otros aspectos en la vida, mucho más importantes, que son los que, a medio y largo plazo, determinarán un comportamiento de toda una sociedad. Estoy plenamente convencido de que la infravaloración de la vida moral en nuestros días es, precisamente, fruto de esa “dejadez” por nuestra parte. Y me pregunto, ¿qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, la señal de la Cruz?

Seamos claros. Aquellos que no conocen a Dios, incluso quienes lo consideran un obstáculo para sus fines, siempre nos brindarán la cara amable de un supuesto diálogo, y en el que la Iglesia ha de ceder, inexorablemente, a su pretensión de “verdad”. Son los mismos a los que hace alusión el mismo libro de la Sabiduría: “Así discurren, y se engañan, porque los ciega su maldad; no conocen los secretos de Dios, no esperan el premio de la virtud ni valoran el galardón de una vida intachable”. No se trata de “demonizar” a políticos o ideologías, pero sí de que tengamos bien claro a quién servimos, y qué tenemos en juego.

Jesucristo sufrió una persecución tremenda por parte de aquellos que, teniéndose como los “justos”, interpretaron la ley de Dios a su antojo. En realidad no conocían dicha ley o, mejor dicho, nunca pretendieron conocerla, pues se alejaba de sus fines mundanos. El Hijo de Dios sabía muy bien cuál era su misión, y que su “hora” sería la muerte en la Cruz, aunque algunos quisieran precipitar los acontecimientos. Por eso, nos dice el Evangelio de hoy: “Entonces intentaban agarrarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora”.

Tú y yo tenemos que descubrir que esa “hora” de Cristo es también “nuestra hora”, pues allí alcanzamos la salvación… Que los demás digan lo que quieran, que lo nuestro es estar muy “pegados” a la Virgen contemplando, con verdadero agradecimiento, cómo Dios se da a conocer a aquellos que lo buscan con sincero corazón.