Jeremías 11, 18-20; Sal 7, 2-3. 9bc-10. 11-12; san Juan 7, 40-53

¡Cuánto gusto nos da el que nos digan lo bien que hacemos las cosas! Hay detalles que pueden parecer insignificantes, pero que dan la talla de lo que a uno en verdad le importa…

Cuentan la historia de un eremita, allá por el medioevo, que tenía fama de santidad. A ese lugar solitario acudió un joven, que deseaba imitar la vida austera y sacrificada del anciano monje. Después de unos meses, el nuevo compañero le dijo a su maestro que quería alcanzar unas cotas mayores de espiritualidad y que, para ello, había descubierto que el mejor camino era el de la humildad. El anciano le respondió que la mejor de las maneras era aceptarse uno, tal cual era, y que Dios ya le iría indicando cómo progresar en la vida espiritual. El joven respondió que eso no era suficiente, pues necesitaba una mayor exigencia en su vida interior, y que quería algo más concreto. A esto, el viejo eremita le dijo que “de acuerdo”, que empezara por traer pequeñas ramas del bosque para aderezar el fuego, pues el duro invierno se avecinaba. Al cabo de dos semanas, y después de las “idas y venidas” con las ramas pertinentes, el joven, ya cansado, acudió, una vez más, al anciano para quejarse: “Llevo quince días trayendo la madera del bosque y, además de no recibir por tu parte una palabra de aliento, aún no he notado ningún crecimiento en mi vida espiritual… esto de las ramas me parece una tontería para llegar a ser humilde”. El anciano calló y se marchó. Al cabo de un rato volvió con un hatillo, donde estaban los enseres del joven, y le dijo: “Toma, aquí tienes todo lo tuyo. Lo mejor es que te marches, pues no has entendido absolutamente nada. Si piensas que la humildad está en que te reconozcan lo bien que haces las cosas, además de que percibas lo contento que está Dios contigo, entonces, este no es tu camino… Además, en cada una de las ramas que traías todos los días, nunca supiste encontrar que estaban hechas con el mismo material con que Nuestro Señor fue cosido a una Cruz… ¿Recuerdas que alguien le aplaudiera, en ese preciso momento, por ‘lo bien’ que moría en ese madero?”.

Pero hubo un momento en que Jesús sí recibió parabienes. Como en el Evangelio de hoy, algunos decían: “Éste es de verdad el profeta”. También, cuando la multiplicación de los panes y los peces, el evangelista nos narra que querían hacerle rey. ¿Cómo fue la actuación de Cristo? Nunca esperar el reconocimiento de nadie, sino cumplir la voluntad de su Padre en todo. Es más, hace algunas semanas, cuando leíamos la transfiguración del Señor en el monte Tabor, Jesús anunció a sus apóstoles, cuál era su misión: morir en la Cruz. Y es que nunca acabamos de convencernos de que las glorias humanas se las lleva el viento, mientras que lo único que permanece es lo que lleva el sello de la renuncia y el sacrificio, pues es la única manera de identificarnos con Cristo. Esto no significa que siempre hayamos de estar pasándolo mal, sino que cuando venga el momento de la “prueba” (esa contradicción, ese juicio inesperado de los demás, esa contrariedad que hay que vencer con buen humor…), entonces seguimos siendo tan hijos de Dios como antes. Más aún, es el momento de corredimir con Jesús.

Dejemos las palmaditas en la espalda para aquellos que no esperan otra cosa en esta vida, sino el ser recompensados por el mundo. Nosotros, una vez más, a lo nuestro: seguir con María en este camino de la Cuaresma, que ya vendrá la Pascua definitiva.