Daniel 13, 41c-62; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; san Juan 8, 1 -11

«Asombrose un portugués al ver que en su tierna infancia todos los niños de Francia supieran hablar francés. Arte diabólico es, dijo torciendo el mostacho, que para hablar en gabacho un infante en Portugal llega a viejo y lo habla mal y aquí lo parla un muchacho.» ¡Qué importantes son los idiomas! (sobre todo para los que hablamos uno y mal). A un buen amigo hace un año le robaron el coche en París (Francia, por si las moscas), con lo que se les fastidiaron las vacaciones a él y su mujer, se quedaron sin equipajes y tuvieron que regresar de cualquier manera (de cualquier manera tenían que regresar). Puestas las pertinentes denuncias en Francia, y con la traducción de una sobrina (que afortunadamente si parlaba el gabacho), volvieron a España. Pasaron los meses, el coche se dio por perdido pues los gendarmes no daban razón de él, y tuvo que comprarse otro. Hace unos días, un año después del “robo”, llegó hasta su casa una carta en francés. Como el portugués, asombrose de la misiva y -tras conseguir que se la tradujesen-, leyó que su coche había sido retirado por la grúa hace un año y debía la multa más diez euros diarios por estacionamiento en parking municipal. Después de múltiples gestiones, conferencias entre afectados, gendarmes y traductores, el vehículo volvió a su dueño sin tener que pagar una fortuna. Y es que, cuando no se habla el mismo idioma, hasta la policía te “roba” sin enterarte.
“Los letrados y los fariseos le traen a una mujer sorprendida en adulterio.” Es el pecado más vistoso del evangelio de hoy, pero no el más grave. La mentira, la falacia y la simulación, añadidas al odio, al rencor y el deseo de venganza de los que la presentan ante el Señor, son pecados mucho más graves, aunque más ocultos, porque incluso se visten con ropajes de ortodoxia. Ese “clima de pecado,” del que ahora también participamos, nos “roba” la capacidad de entender el lenguaje de Dios. Al igual que mi amigo con los gendarmes, podremos hablar, gesticular, preocuparnos, intentar que nos traduzcan, … pero no nos enteraremos de nada.
Hoy muchos piensan que han perdido a Dios o se lo han robado. Les fastidia durante una época, añoran la fe que una vez tuvieron, pero “a rey muerto, rey puesto.” Como mi amigo con el coche acaban “comprándose” otro. Se hacen con un dios mas “moderno,” “cómodo,” y “funcional”. Ese cambio cuesta un dineral pero te avala el seguro de una sociedad que te alaba tu nuevo talante (¿Por qué me habrá salido esa palabreja?). Mi amigo se compró un coche del mismo modelo (más moderno) e incluso del mismo color que el anterior. Nadie quiere cambios bruscos. Hacemos un dios bueno, comprensivo, servicial…, pero que, como los dos viejos verdes que denuncian a la pobre Susana, estará dispuesto a compararnos con los demás y descubrir en ellos las miserias y pecados que no queremos ver en nosotros. Nos sentiremos “buenos” porque los demás son “malos.”
“Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.” De todos los que conozco -son cientos-, que han hecho un dios a su medida, en ninguno está presente la misericordia. Amar de corazón nuestra miseria, sanarla de raíz desde la cruz y enseñarnos el “lenguaje de Dios” sólo lo puede hacer Cristo. Los otros dioses intentarán tapar y ocultar nuestras miserias o querrán “quitarles importancia,” hasta el día que nos salten todas a la cara y nos avergüencen o las metan con nuestro cadáver en un ataúd como compañía para toda la eternidad.
Sólo cuando descubras la misericordia entrañable de Dios, cuando el sacerdote te diga en nombre de Cristo y la Iglesia: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Vete y no peques más,” entonces nadie te “quitará” a Dios, ninguna circunstancia lo apartará de tu lado, nunca lo perderás.
Nuestra Madre la Virgen es la mejor “profesora” del idioma de la misericordia de Dios, se doctoró al pie de la cruz. Pídele que te enseñe y te asombrarás no de que los niños de Francia hablen francés, sino de que los hombres no quieran hablar el lenguaje del amor de Dios.