Isaías 49, 1-6; Sal 70. 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15 y 17; san Juan 13, 21-33. 36-38

Estos primeros días de la Semana Santa estamos aprovechando para pintar el techo del templo parroquial. Parecía blanco, pero después de la primera pasada con el rodillo, se descubría que el color era un gris cetrino. Esto nos obliga a tener la parroquia cerrada hasta la hora de Misa. En estos últimos años la parroquia está siempre abierta y son muchos los que, a lo largo del día, vienen a hacer una visita al Señor en el Sagrario, o un rato de oración. Ahora me obligo a pasar cada rato por el Sagrario, pues me parece que está “demasiado solo.” Alguna mujer hace la visita desde la puerta cerrada, pero estos días previos a la Semana Santa parece que se palpa la soledad de Jesús.
“Ninguno de los comensales entendió a qué se refería.” Los amigos de Jesús, los más íntimos no le entienden. El único que entiende la tristeza de Jesús en esos momentos es Judas, el traidor. El resto de los discípulos todavía estarían viviendo de las “mieles” de la entrada triunfal en Jerusalén. Estaban en el cenit de su “éxito.” Eran conocidos, habría algunos que quisieran tener esa intimidad con el Señor, estaban celebrando la Pascua en Jerusalén y, aunque veían “raro” al Señor, ellos cantaban, bebían y comían, ignorantes de lo que realmente ocurría. Por eso Jesús, aunque muy acompañado en esa cena, estaba solo.
Hoy en día somos muchos los que, cada día o cada semana, acompañamos al Señor en esa cena. Sin duda es una alegría ver los templos llenos, pero a veces puede ocurrir que el Señor siga bastante solo, a pesar de tanta compañía.
Jesús está solo cuando está en la compañía del traidor. Es el que asiste a la Eucaristía por compromiso. Durante toda la celebración está criticando a los que tienen alrededor, está deseando salir y volver a su vida de pecado. Ni tan siquiera intenta buscarle “el gusto” a la Misa, no espera encontrarse con Cristo ni busca su Gracia para cambiar de vida. Deja que pasen los años sin reconciliarse con Dios ni con la Iglesia. “Y untando el pan se lo dio a Judas.” Domingo tras domingo come su propia condenación pues se acerca siempre a comulgar, pero sin poner más interés que cuando se come unos cacahuetes con una cerveza en la barra de un bar.
Jesús está solo en compañía de sus amigos, que no se enteran de nada. Han preparado la cena estupendamente, no falta nada, excepto mirar a Cristo. Son los que se preparan externamente para la Misa. Se ponen la mejor ropa, preparan los cantos y engolan la voz para que escuchen qué bien lee las lecturas. Saben que la Misa es importante, pero también saben que se repite semana tras semana. En el fondo es otra Misa más, como para los discípulos era otra cena de Pascua más. No se dan cuenta de que cada Eucaristía es un momento crucial e irrepetible en su vida.
Jesús está solo con Pedro. “Daré mi vida por ti.” Estos son los que viven con piedad la Misa, participan, en ese momento ponen toda su vida en juego y deciden seguir a Cristo. Pero al salir a la calle, ante algunas dificultades, huyen, se queda todo en “buenos propósitos.” En el fondo están viviendo “su Misa,” pero no la de Cristo. Tienen la ventaja de estar a un paso de acompañar verdaderamente a Jesús toda su vida. Sólo les queda romper a llorar un día y responder afirmativamente a la pregunta de Jesús: “¿Me amas?.”
Incluso Jesús está solo con la compañía de Juan. Son los que saben que tienen una especial intimidad con Jesús. Llegan incluso a apoyarse en el pecho de Jesús, pasan tiempo en oración y saben que Cristo les quiere y les conoce muy bien. Pero todavía les falta seguir a Cristo hasta el Calvario, aunque sea un poco de lejos. La Eucaristía se vive en la vida, en las pruebas que acrisolan el corazón. Entonces la soledad, la pobreza, la incomprensión, las injusticias no les hacen abandonar a Cristo, han llegado al pie de la cruz.
Jesús está acompañado de su Madre. Ella entiende profundamente esas palabras: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él.” No hacen falta discursos ni grandes gestos. Ese momento es esperado desde la profecía de Simeón. Entiende la profundidad de ese momento y lo que Dios quiere de ella. Y lo hace.
“¿Quién puede hacernos gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María? Nadie como ella puede enseñarnos con qué fervor se han de celebrar los santos Misterios y cómo hemos de estar en compañía de su Hijo escondido en las especies eucarísticas.” Estas palabras nos las dirige el Papa a los sacerdotes desde el hospital. Sacerdotes y laicos, aprendamos en la escuela de María a no dejar solo a Jesús.