Hechos de los apóstoles 3, 11-26; Sal 8, 2a y 5. 6-7. 8-9; san Lucas 24, 35-48

Ayer comentábamos el momento en el que Pedro y Juan milagrosamente curaban a un paralítico que estaba sentado en el templo de Jerusalén. La Misa de hoy nos muestra lo que acontece seguidamente al hecho milagroso: “la gente, asombrada, acudió corriendo al pórtico de Salomón, donde ellos [Pedro, Juan y el paralítico] estaban”. Así continúa hoy la primera lectura de la Misa.

Esto de que la gente acudiera “corriendo” a ver qué pasaba nos parece lógico: toda noticia de un hecho portentoso congrega a la gente. Igual sucedió, por citar un hecho cercano a nosotros, con el incendio del edificio Windsor en Madrid: a pesar de que era muy entrada la noche, muchos se congregaron para ver en directo lo que acontecía. Y pienso que a fin de cuentas este ejemplo es un hecho que no tiene mayor novedad: un incendio. Pero que un paralítico que llevaba años pidiendo limosna sin moverse y que era conocido por todo el pueblo ande, es motivo más que suficiente para ir corriendo a ver si es verdad.

Esta es la clave. No se lo creen, por eso van. “¿Que el paralítico que pide en la puerta del Templo está andando? ¡Vamos, hombre: eso no te lo crees ni tuú!”. Y ante la insistencia del mensajero, su excitación y los gritos y carreras de otros pasando al lado en dirección al Templo, hace finalmente que también uno acuda, “a ver si va a resultar que es verdad”

Y sin embargo, hay a alguien al que le parece lo más normal del mundo y nada extraordinario. A san Pedro: “«Israelitas, ¿por qué os extrañáis de esto? ¿Por qué nos miráis como si hubiéramos hecho andar a éste con nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús”.

Hay un hecho aquí que pienso podemos resaltar: la gran diferencia de caminar por la vida con fe o sin fe. El que tiene la suerte, el don, la dicha, la alegría de tener fe, verá en los acontecimientos de su vida, la mano de Dios. Tanto si esos acontecimientos son de los que los hombres llamamos “buenos” -ha encontrado trabajo, gracias Dios mío; se ha casado, gracias Dios mío, le ha tocado la lotería, gracias Dios mío–; como de los que llamamos “malos”: tiene una enfermedad grave, gracias Dios mío; se le ha muerto un ser querido, gracias Dios mío; se ha arruinado, gracias Dios mío–; entonces, ¿de todo hay que dar gracias a Dios?; pero “¿Por qué os extrañáis de esto?” Diría ahora san Pedro.

Con la fe en las entrañas del alma uno tiene la seguridad de que todo está “controlado” por la mano de Dios; más aún, nos dirá san Pablo: “para los que creen todo es para bien”. Por eso, a todo -a lo que llamamos bueno y a lo que llamamos malo – decimos “gracias Dios mío”.

“¿Por qué os extrañáis de esto?” la respuesta sería, porque no tienen fe. ¿Qué es más extraordinario que una madre tenga un hijo, de lo cual no nos extrañamos ni nos sorprendemos en absoluto, o de que el agua se convierta en vino en las bodas de Caná?. Lo primero lo pueden hacer todas las madres embarazadas cuando se cumplen los nueve meses; lo segundo sólo Jesucristo. Pero, ¿por qué pueden las madres dar a luz a los nueve meses? Porque Dios así lo ha establecido, es un hecho realmente milagroso “¿os extrañáis de eso?”. Podría ser de otro modo, podrían ser más o menos meses, que los niños nacieran de los hombres o de los árboles. Todo sería extraordinario y todo ordinario. “Para Dios no hay nada imposible”.

¿Qué es lo importante? Nos lo dice la Virgen, pedir a Dios que “se haga en mí, según tu palabra”.

Pidamos a Dios la fe porque nuestra vida dejará de tener esos sobresaltos de quien no entiende lo que está pasando en su existencia y caminaremos con la paz de los hijos de Dios que, entienden, aunque a veces no comprendan, que “para los que creen todo es para bien”.