Hechos de los apóstoles 5,27-33; Sal 33, 2 y 9. 17-18. 19-20 ; san Juan 3, 31-36

Las autoridades competentes en tiempos de los primeros apóstoles, los que integraban el Sanedrín, cogieron a Pedro y a los demás y les increparon diciendo -“¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése [Jesús Nazareno]? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza…”

Es curioso. Estamos asistiendo a un intento desde la autoridad, de una desacralización de la sociedad, un intento de quitar la religión de la vida pública: “os habíamos prohibido enseñar en nombre de ése”, les dicen los del Sanedrín. Un intento de que desaparezca Jesucristo de la vida de los ciudadanos. Incluso se habla de que se está pretendiendo quitar todo signo religioso, en la escuela, en la vida social; incluso, por ejemplo, de las procesiones de semana santa, etc. Y en estas estábamos cuando se muere el Papa y, da la impresión de que su muerte ha sido como si un gran “Tsunami espiritual” arrasara no sólo a España sino al mundo entero.

De pronto, lo que desde tantos gobiernos o países parecía casi conseguido, la irreligiosidad de sus ciudadanos, resulta que no es tan evidente. Si cogiéramos la prensa o la televisión de todo el mundo de estos últimos cuatro o cinco días, daría la impresión de que todo el mundo está con la Iglesia Católica, con su cabeza visible, con el Papa. Dicho de otro modo quizá más exacto: parece que todo el mundo es religioso, y le afecta la muerte de quien es un líder sólo espiritual.

Y esto es así. Todo el mundo tiene alma. Por mucho que algunos gobernantes se empeñen desde “el Sanedrín”, como dice la primera lectura de la Misa, en quitar a Dios de la vida de los hombres, no lo consiguen. No lo consiguen porque tendrían que quitar al mismo hombre de la faz de la tierra. Y eso es imposible, si no es Dios quien lo hace.

Así se ha visto, por ejemplo, en los países del llamado bloque comunista cuando cayó el muro. Aparentemente allí se había conseguido el ateísmo puro. Rusia y los países satélites vivían -se nos decía- en un mundo estupendo sin lucha de clases y sin “el opio del pueblo: la religión”; religión que ahora se intenta quitar en España: el opio de la religión en las escuelas y, en general, en la vida pública.

Pero cae el muro y resulta que lo que se observa es que no había paraíso en esas sociedades y que lo que había era hambre de Dios; y, todo hay que decirlo, también de pan, porque hasta en lo humano, cuando uno se separa de Dios se pasa mal. Y si no que se lo pregunten al hijo pródigo que -entre cerdos- nos cuenta el Evangelio, pensaba: “cuantos en casa de mi Padre tienen que comer y yo aquí me estoy muriendo de hambre”.

Por eso, lo que hoy nos dice el Evangelio -“hay que obedecer a Dios antes que los hombres”- es una lección que no deberíamos de olvidar: cuando construimos nuestra vida, o un gobierno intenta construir la vida de sus ciudadanos al margen de Dios, se acaba pasando hambre no sólo de Dios, evidentemente, sino también del pan nuestro de cada día.

“Esta respuesta les exasperó -termina diciendo el Evangelio de hoy- y decidieron acabar con ellos”. Ya se ve que la historia, veintiún siglos después se continúa repitiendo. Que Dios nos bendiga y proteja.