Hechos de los apóstoles 6, 1-7; Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19 ; san Juan 6, 16-21

“Al oscurecer, los discípulos de Jesús bajaron al lago, embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafarnaún. Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado”.

En ocasiones, al leer el Evangelio hay aspectos que resultan difíciles de entender. No me refiero a cuestiones cuya dificultad provenga de posibles y complejas interpretaciones sobre un texto, sino pequeños detalles a los que no encontramos justificación, por ejemplo: por qué se dejan a Jesús detrás, algo rezagado, por qué lo dejan a Él solo.

Bueno, no se entiende este proceder de los apóstoles, del mismo modo que tampoco se entiende que también nosotros, a veces, dejemos “atrás” a Jesús en nuestra vida ordinaria.

Claro que el Evangelio dice que “era noche cerrada”. Es verdad, la oscuridad nunca es buena aliada para seguir de cerca a Cristo. Pero ya sabemos cómo llenarnos de luz: con los sacramentos y con la oración. Si frecuentamos la eucaristía, si no abandonamos la confesión frecuente y desde que nos levantamos hacemos nuestras oraciones, la luz brillará en nuestro interior. Al menos no avanzaremos “a oscuras”: “era ya noche cerrada”. Porque cuando avanzamos así, es mucho más fácil tropezar.

Cristo es la Luz que brilla en las tinieblas. Si uno se aleja de la luz, andará en tinieblas; por eso los discípulos, nosotros mismos, cuando andamos en “noche cerrada”, nos encontramos en serias dificultades para ver a Cristo. Y en seguida vienen los problemas.

“Soplaba un viento muy fuerte, y el lago se iba encrespando”. El viento fuerte, en tierra, que es donde más lo conocemos la mayoría, impide avanzar; y en el mar también si es contrario, como era en este caso: “el viento les era contrario” dice san Marcos en su Evangelio.

Los tiempos que vivimos “son contrarios” a avanzar tranquila y sosegadamente hacia el Reino de los Cielos. Aunque pienso que a la vista de lo que leemos en la historia de la Iglesia y de la humanidad en general, nunca hubo tiempos tranquilos. En unas épocas por unas razones, y en otras por causas distintas, siempre ha habido “vientos fuertes” que han intentado frenar la vida santa de los cristianos, la vida de los que quieren seguir a Cristo. Pero nunca hay auténticas dificultades, esto es, dificultades insalvables, para los que aman de verdad a Jesús.

Por eso, cuando el Señor ve “a los suyos” en dificultades, si es preciso Él hace un milagro, para acercase a nosotros; y así “caminando sobre el lago”, nos cuenta el Evangelio de hoy, se acercó hasta donde estaban azotados por el viento contrario.

Y cuando dejamos hablar a Cristo y le escuchamos, vuelve la calma, la paz en el alma, la tranquilidad de espíritu. Porque no hay viento interior o zozobra del alma que no quede pacificada al escuchar de la boca de Jesús: “soy Yo, no temáis”