Hechos de los apóstoles 8, lb-8; Sal 65, 1-3a. 4-5. 6-7a ; san Juan 6, 35-40

Juan Pablo II amaba la Eucaristía. Su última encíclica, “Ecclesia de Eucharistía”, nos habla de cómo la Iglesia vive de la Eucaristía, porque es la síntesis del misterio de la fe, fuente y cima de toda la vida cristiana. Este amor por el sacrificio redentor de Cristo, hecho alimento, le llevó a precisar en detalles y gestos su devoción y adoración a ese sacramento. Además, y de modo personal, pasaba horas delante del Sagrario haciendo oración a Jesús sacramentado. El Papa también aprovechaba sus viajes para que, en muchos de los países visitados, se celebrasen congresos eucarísticos, y en los cuales el mismo Santo Padre ordenaba a sacerdotes, futuros ministros dispensadores de los sacramentos de Dios.

Uno de esos congresos eucarísticos fue el de Sevilla (España), en 1993. Y lo recuerdo de una manera especial, porque en él fui ordenado sacerdote por el Santo Padre. Como podéis imaginar supone para mí un recuerdo imborrable que jamás apartaré de mi memoria. En primer lugar, porque se me imprimió el carácter ministerial del sacerdocio, del que espero ser fiel hasta la eternidad (y esto no es un decir, ya que el carácter sacerdotal me acompañará incluso después de morir). Por otro lado, el que fuera Juan Pablo II el que nos confiriera semejante Orden, supone algo más que un detalle. De hecho, aunque la celebración la viví muy emotivamente, sí me estuve fijando cómo el Papa celebraba la Misa. Su mirada, sus manos, sus gestos, sus palabras… todo lo fui asimilando como referente privilegiado para mis futuras eucaristías. Aunque para muchos pasara inadvertido, me fijé de manera especial en la manera en que agarraba el Cáliz después de haber bebido de él. Lo asía con fuerza, como si fuera su mano una prolongación de ese Cáliz que contenía aún la sangre de Cristo. No tenía prisa el Papa. Cerró los ojos, y estoy convencido de que estaba hablando con el Amor de sus amores.

Recordé esa otra anécdota del Santo Cura de Ars. Este sacerdote ya anciano, en unas navidades en ese pueblecito francés que pastoreaba, cuando celebraba la Santa Misa, recuerda su coadjutor, que en el momento de coger la Hostia, antes de comulgar, su rostro pasaba de la tristeza a la alegría en varias ocasiones, prolongándose durante un buen rato semejante situación. Al terminar la celebración, el sacerdote que acompañaba a San Juan Bautista Vianney, le preguntó el motivo de esos cambios de ánimo al coger el Cuerpo de Cristo. El Cura de Ars le contestó: “Cuando lo tenía entre mis manos me vino una gran tentación. Le dije al Señor que quizás al morir no le tendría más, así que como ahora lo tenía en mis dedos no lo soltaría nunca. Esto me producía tristeza, porque quizás si lo soltaba ya no lo tendría, y me daba alegría porque, en ese preciso momento, Jesucristo Nuestro Señor… ¡era totalmente mío!”

Estas “locuras” sólo se les ocurren a los santos. Y ese mismo amor vi en el Papa cuando celebraba la Eucaristía. Desde esa primera Misa de mi ordenación sacerdotal, le he pedido al Señor que todas las siguientes las pudiera celebrar con ese mismo recogimiento y fervor del que fui testigo. Debo de confesar, aunque sea una pequeña licencia en estos días tan especiales que estamos viviendo, que una de mis “pasiones dominantes” es, precisamente, el amor hacia la Eucaristía… Le pido al Santo Padre, Juan Pablo II, que me la intensifique hasta el fin de mi vida.

¿Y la Virgen María?… Nada mejor que leer al Papa cuando habla de Nuestra Madre y su relación con el Sacrificio del Altar: “La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama ‘mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador’, lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre ‘por’ Jesús, pero también lo alaba ‘en’ Jesús y ‘con’ Jesús. Esto es precisamente la verdadera ‘actitud eucarística’”.