Hechos de los apóstoles 8, 26-40; Sal 65, 8-9. 16-17. 20; san Juan 6,44-51

El lunes tuvo lugar en Madrid, en la explanada de la Almudena, el funeral que podríamos llamar “de Estado”, por Juan Pablo II. Como debían asistir todo tipo de autoridades, hubo profusión de policía y medidas de seguridad por la zona. Un viandante, según me dijo un cura amigo, le preguntó: “¿qué pasa hoy que hay tanta movida?” “El funeral por el Papa”, “pero ése no se ha muerto ya hace una semana”. Mi amigo sacerdote estuvo a punto de decirle “algo”, pero pudo más la caridad, y hasta lo despidió con una sonrisa. “Ése”, es decir, Juan Pablo II, era una persona que ha movilizado y sigue movilizando a muchos, que han tenido que reconocer más o menos explícitamente su liderazgo moral. Quizá a algunos no dejará de parecerles que todo esto es algo excesivo, y una manifestación más del “tradicional poder que siempre ha tenido la Iglesia”, pero me parece que es algo bien distinto. Con perspectiva, y objetividad, las cosas se terminan captando en su justa medida, incluso las “movidas”, que a uno no le interesan. Lo que a cualquier fino observador no puede escapársele es que este “personaje” era alguien especial, y alguien al que se le quería. Aunque no se dijera.
Cuando se ama de verdad, el cariño termina notándose hacia dentro y hacia fuera, y eso es lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo. Es verdad que hay mucha gente que ve las cosas que suceden a su alrededor, y lee los signos de los tiempos, pero sin terminar de comprenderlos, y necesita, como aquel eunuco, del que nos habla la Escritura, alguien que se los interprete. Algo hay que es fundamental para entender todas estas cosas en su justa medida: tener sencillez de corazón (aquel eunuco que, curiosamente, era un hombre un cortesano, un funcionario del estado, la tenía), y tener disposición para aprender (aquel hombre sencillo pide que le expliquen las cosas). Con sencillez y aprendiendo, el eunuco quedaría deslumbrado con las palabras de Felipe que desplegarían en su horizonte un panorama como hasta el momento no había podido imaginar. Le había cambiado la vida en una conversación, y empezó a urgirle la impaciencia de que aquello no quedara en agua de borrajas. “¿Qué dificultad hay en que me bautice?” Y aquel hombre nace de nuevo, esta vez a la fe. Felipe desaparece, porque es tan solo un instrumento de Dios para obrar el milagro, pero es que en determinado momento ya no haced falta más: ha prendido el fuego.
Hay mucho fuego ardiendo actualmente en muchos sitios (se ha celebrado una Misa por el Papa en Corea del Norte). Curioso. Y me parece que, aunque tengamos la tentación de ser derrotistas y pensar que esto es flor de un día, no es así. Dios se vale de todo.
Cuando las casullas de los cardenales se veían agitadas por el viento en esa imponente liturgia de la plaza de San Pedro, y ese mismo viento pasaba las páginas del libro de los evangelios sobre el sencillo ataúd de ciprés, daba la impresión de que el Espíritu estaba soplando sobre muchas mentes y corazones adormilados. Y muchos volvieron a sentir esa paz del día en que Juan Pablo II inauguró su pontificado diciendo: “No tengáis miedo”. Todo puede estar agitado, todo puede parecer tambalearse, pero el Espíritu sopla y prende fuego. ¿Y quién puede detenerlo? Hay muchas cosas que empezaron hace ya mucho tiempo, cuando un ángel le pidió a una adolescente permiso para que todo un Dios morara entre los hombres, pero desde entonces muchos hombres y mujeres han sabido ser sencillos y aprender, como el eunuco, y como no han tenido miedo y han sabido apostar fuerte, han dicho: “¿qué inconveniente hay en que me bautice, en darme cuenta de que soy hijo de Dios?” Los hombres que facilitan las cosas, aparentemente pasan, aunque dejan la huella que no es suya, porque es la huella de Dios, pero es que después el camino de los que se han encontrado con ellos ya no es el mismo. Y el horizonte se vuelve, como el del eunuco, deslumbrante. Como el nuestro. Qué pena que algunos no se den cuenta de la movida.