Hechos de los apóstoles 115 1-18; Sal 41, 2-3; 42, 3. 4; san Juan 10, 11-18

Hoy comienza el Cónclave. En Roma, en la Capilla Sixtina, los cardenales de la Iglesia Católica habrán de elegir un nuevo Papa. No se trata del sucesor de Juan Pablo II, sino del Vicario de Cristo en la tierra. Siempre se habla del sucesor de Pedro, a quien Jesús le dio el poder de “atar o desatar” en la tierra y en el cielo. Este matiz es importante, porque la Iglesia no es una institución más, sino que es fruto del amor de Jesucristo que, con su muerte, pasión y resurrección, ha engendrado como camino de salvación para toda la humanidad. No es, por tanto, un empeño de un grupo de hombres interesados en crear una sociedad en honor o memoria de alguien que fue un maestro de vida respetable, sino que es el mismo Dios quien da el “sello de calidad”. Y el sucesor de Pedro, que nada tiene que ver con una institución democrática, o cualquier otra forma de gobierno, garantiza con su magisterio preservar el depósito de la fe recogido de los Apóstoles de Jesús.

La Iglesia, en estos días tan importantes, es un Pueblo en oración. La gran familia de los hijos de Dios, que se encuentra a lo largo y ancho de los cinco continentes, imploran por un Papa que, al modo de Jesús, nos diga: “Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas”. Así lo vimos en Juan Pablo II, y así será recordado por los que, durante unos días, nos hemos sentido un tanto huérfanos. Pero, una vez más, el Señor nunca nos abandona. Nos prometió el Espíritu Santo, abogado y defensor que, durante más de veinte siglos, ha perpetuado su presencia y su protección a la obra de Cristo: la Iglesia. Todos sabemos que la Iglesia está constituida por personas y, por tanto, falibles y limitadas. La expresión conocida de “Iglesia santa, Iglesia pecadora”, habla precisamente de esta doble conformación. Por un lado, está garantizada la asistencia del Espíritu Santo a lo largo de los siglos; por otro, se nos recuerda que el hombre es un ser limitado y pecador, por lo que nunca deberíamos escandalizarnos por situaciones o actitudes, que se reflejan en algunos de sus ministros (o de cualquier cristiano), contrarias al deseo y propósito de su Fundador. Lo verdaderamente sorprendente, sin embargo, es que, a pesar de estos condicionamientos tan humanos, en lo que se refiere a ese depósito de la fe en nada se ha cambiado o se ha trastocado a los largo de tantos siglos. Más bien al contrario, se han ido precisando aspectos de esa fe (mediante dogmas, concilios, magisterio personal de los papas, catecismos, etc.), evolucionando en su comprensión y en su vivencia. A Juan Pablo II debemos, por ejemplo, la reforma del Código de Derecho Canónico, el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, o una mayor penetración en los documentos del Concilio Vaticano II.

“Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente”. Como ama el Padre a Cristo, ama a cualquier Vicario de su Hijo en la tierra. Por eso es tan importante que recemos ya, desde ahora, como si le conociéramos hace muchos años. Nuestra oración, la de cualquier cristiano, es la que mantiene viva esa “comunión de los santos”, y que hace posible que, en cualquier punto de la tierra, se mantenga viva la llama del amor de Dios. Con nuestro sacrificio y nuestra oración, garantizamos que el próximo Papa actúe conforme a lo que Dios espera de él, respecto a tantos hermanos separados, y que Jesús nos recuerda en el Evangelio de hoy: “escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.

Nos ponemos en manos de la Virgen. Ella estuvo en el Cenáculo con los discípulos de Jesús el día de Pentecostés. También estará en los corazones de cada uno de esos cardenales que habrán de elegir al sucesor de San Pedro. Amén.