Corintios 2, l-l0; Sal 118, 99-100. 101-102. 103-104; san Mateo 5, 13-16

Ver al Papa, o a cualquier persona, en medio de la imponente plaza de San Pedro, o en el interior de la Basílica Vaticana, le hace parecer más pequeño (Benedicto XVI es bajito, creo que hasta más que yo), e insignificante. Sin embargo, las impresionantes moles de granito y mármol serían tan sólo una tumba si no fuese por la presencia del Papa. Una tumba enorme, pero sepulcro al fin y al cabo. La presencia del Papa convierte al Vaticano en signo de continuidad de la vida de la Iglesia desde San Pedro hasta hoy, la presencia del Jesús en el sagrario nos recuerda que Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
“Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo.” Cuando pienso en San Pablo y rezo con sus cartas me parece de una fortaleza imponente. La historia nos dice que era bajo de estatura y poca cosa humanamente. En el areópago de Atenas quiso demostrar su sabiduría, se había -por decirlo así-, acostumbrado al “éxito pastoral” y decidió no hablar de la cruz para no escandalizar y adaptarse mejor a los oyentes. Su buscado “éxito pastoral” se convirtió en su mayor fracaso de audiencia y de frutos. A continuación viaja a Corinto y ya va presentando en la carta que hoy escuchamos: “nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado.” Esta es la sabiduría cristiana, la fuerza de la cruz.
Me imagino que a ti, como a mí, te sucederá como al Papa en medio de la Basílica de San Pedro. Sabes que eres pequeño, poca cosa y te sientes como un puntito insignificante, que poca cosa puedes hacer ante la ardua tarea de sembrar la Palabra de Dios. Si anunciar a Cristo al mundo fuese cuestión de sabiduría humana o de persuasiva elocuencia hace tiempo que habría dejado mi puesto a alguien más preparado que yo. Sin embargo, Cristo dice a todos sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra, (…) Vosotros sois la luz del mundo.” Lo dice a todos no porque sus discípulos fuesen los más listos, sabios y valientes del mundo judío, como se vio en la crucifixión. Lo dice, nos lo dice hoy, porque la Gracia de Dios hará que demos el sabor de Cristo, que iluminemos con su luz, no por nuestra valía sino por sus méritos, porque Dios ha tomado la iniciativa y te ha escogido, aunque no te lo acabes de creer. Desalar la sal y esconder la luz es creer que “yo voy a cambiar el mundo,” buscando mi éxito y el aplauso, pues ocultamos a Cristo detrás de nosotros y oscurecemos la luz que ilumina nuestra vida, volveríamos a crucificar al Señor de la Gloria para llevar a cabo “nuestra” tarea y acabaríamos cansados, agotados y hastiados ante la enorme tarea que tenemos por delante, demasiado para nuestros débiles hombros.
Por eso los cristianos no hacemos “nuestras” cosas, sino las de Dios. San Isidoro puso su vida y su inteligencia al servicio de Cristo y la Iglesia por eso Dios ilumina a través de él a todas as generaciones. Benedicto XVI será bajito (aunque midiese dos metros treinta), y por eso mendiga oraciones para, como dijo en la homilía del domingo, “no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerse, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarse conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia.”
Con estas certezas no hay tarea grande, Tú y yo tenemos mucho que hacer pues no lo hacemos solos, es más, casi nunca lo haremos nosotros, lo hará Él por nuestro medio, si somos dóciles a su palabra y al Espíritu Santo.
Nuestra Madre María alimenta la luz de Cristo en nuestra vida, nos levanta la mirada para vislumbrar lo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar.” Medítalo: “A jornal de gloria, no hay trabajo grande.”