Hechos de los apóstoles 18, 9-18; Sal 46, 2-3. 4-5. 6-7; san Juan 16, 20-23a

A los gorditos nos fastidia un montón que en estos tiempos se valore tanto la agilidad. Para que un programa de televisión tenga éxito se pide que sea ágil, es decir, que suceda todo muy rápido. Ciertamente si un presentador de noticias estuviese un cuarto de hora leyendo la noticia para sí mismo ante las cámaras para luego darle la entonación precisa nos tendría a todos en ascuas o muertos de aburrimiento. Se supone que ese trabajo lo habrá hecho antes, para luego decir las noticias una tras otra sin interrupciones sin “silencios incómodos” (en frase se Shrek). Pero no todo tiene que ser ágil. La rapidez no es buena para todo: no es buena para el cocinero, ni para el artesano, ni para el médico y mucho menos para el pensador, el filósofo o el teólogo. Un amigo, que seguro que leerá este comentario, no es ágil físicamente -ni mucho menos, es mejor saltarle que rodearle (espero que no se enfade, aunque lo tiene muy asumido)-, pero de informática entiende mucho y cuando intenta explicar cómo utilizar un programa informático a otro se desespera y aún más el alumno que, cuando oye la palabra software, se va corriendo a buscar el diccionario de “español-austrohúngaro” o se pierde al tercer “clic” del ratón. No se puede aprender a usar “Photoshop” si no se sabe manejar primero el ratón o encender el ordenador. Para ser rápidos en muchas cosas hace falta dedicarle muchas horas antes. En definitiva: a veces en programas de televisión se intenta decir en menos de un minuto (un segundo menos exactamente), cosas serias, fruto de reflexión de años e incluso de siglos, y resulta imposible. En menos de un minuto se puede rezar un Avemaría si eres capaz de concentrarte. Pero en menos de un minuto no se puede profundizar, sólo se puede mover a las pasiones: la lástima, la ira, el aplauso fácil, la risotada o la lagrimilla mientras damos un mordisco a un bocadillo de chorizo. Si este comentario se leyese y olvidase en menos de un minuto ni tú ni yo gastaríamos el tiempo (aunque sea poco), en leerlo.
“Pablo se quedó allí un año y medio, explicándoles la Palabra de Dios.” Las cosas lleva su tiempo entenderlas, amarlas, asentarlas y así puedan echar raíces que no se puedan arrancar. La risa del chiste no nos llena de alegría, el tener la certeza de la vuelta de Cristo “alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría.” Y esa certeza nace de la fe vivida, de la oración constante, de la caridad ardiente, de la vida entregada, de la esperanza arraigada. Como el niño se va formando en el vientre de la madre, así la alegría se va desarrollando en nuestro corazón, de tal manera que aunque conocemos la tristeza sabemos que no es lo definitivo ni nos asentamos en ella.
No podemos ser cristianos de titulares de periódico, de frases aprendidas pero no vividas ni reflexionadas. “El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación. Sin interioridad la cultura carece de entrañas, es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. ¿De qué es capaz la Humanidad sin interioridad? Lamentablemente, conocemos muy bien la respuesta. Cuando falta el espíritu contemplativo no se defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su misma integridad.” “Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar «aquí y allá por cualquier viento de doctrina’ parece la única actitud a la altura de los tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y a sus deseos.” Estas palabras de Juan Pablo II y del actual Benedicto XVI, antes de ser elegido Papa, no son titulares, ni frases dichas en un arrebato de pasión. Son expresión de la reflexión de la Iglesia a la luz de la fe y que nosotros tenemos que profundizar.
“María guardaba todas esas cosas en su corazón.” Hagamos lo mismo y no nos dejemos llevar por frases fáciles, aplausos gratuitos o sentimentalismos baratos. Si tenemos profundidad e interioridad tendremos la “agilidad” de Dios y su alegría que nadie nos quitará, ni en un minuto ni en una vida.