Hechos de los apóstoles 20, 17-27; Sal 67, 10-11. 20-21; san Juan 17, 1-1 la

Todos aspiramos a la felicidad. Los cristianos sabemos, por don gratuito de Dios, que esa felicidad está en nuestro encuentro definitivo con Él y, además, que será para siempre, es decir, con una felicidad que no acabará nunca. Es el tipo de felicidad que quiere todo hombre, también la felicidad que busca el que no es cristiano: nadie quiere una felicidad que le dure un tiempo más o menos largo y luego volver a la amargura o a los sinsabores de siempre. No. El hombre, todo hombre, quiere una felicidad eterna. Una vida eterna plena de felicidad. Pues bien, de esto nos habla el Evangelio de hoy. Dice Jesús: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”.

Nos tenemos que convencer; tenemos que esforzarnos por no olvidar nunca dónde está la felicidad verdadera: en conocer a Dios y, al conocerlo, amarlo sobre todas las cosas.

El Señor, en el Evangelio de hoy, seguramente lleno de alegría puede dirigirse a Dios Padre diciendo: “he manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo”. Y es cierto, nosotros, por las obras de la creación, por las señales con las que Dios se da a conocer a los hombres, por los razonamientos de nuestro entendimiento, por la catequesis que hemos recibido, por la visión clara, pública y manifiesta de la Iglesia, por la conciencia que tantas veces nos arguye y ronronea con pensamientos que nos hace preguntarnos sobre nuestro origen y sobre nuestro destino, por esto y por otros tantos motivos, Dios habla a los hombres, para mostrarnos el camino de la felicidad. Además, en el colmo de su amor hacia nosotros, nos envía a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, a Jesús, para que con más claridad aún, y más fácilmente, encontremos el camino de la felicidad: “de muchos modos habló Dios a los hombres, pero últimamente lo ha hecho a través de su Hijo”.

Por eso, se nos manifiestan claras y verdaderas estas palabras de Cristo que leemos también en el Evangelio de la Misa de hoy: “ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos”.

El Señor ruega por nosotros, porque lo necesitamos, porque, como lamenta san Juan al inicio de su Evangelio, “Él vino a los suyos pero los suyos no le recibieron”. “Él es la luz”, pero los que habitan en las tinieblas se alejan de la luz.

Este es el dolor máximo que debe tener Cristo: nos quiere dar la vida eterna, la felicidad eterna y, nosotros la rechazamos, la cambiamos “por un plato de lentejas”. Cambiamos lo eterno por lo efímero, la felicidad por el placer, el vivir en Dios Creador, por convivir con lo creado.

Unamos también nosotros nuestra oración a la de Jesucristo para que no cometamos nunca la tragedia de trocar la vida fugaz por la vida eterna.