Eclesiástico 2, 1-13; Sal 36, 3-4. 18-19. 27-28. 39-40; san Marcos 9, 30-37

Ayer nos referíamos a la primera lectura de la Misa sobre la Sabiduría. Pero no quisiera dejar pasar la oportunidad de meditar sobre el Evangelio que leíamos ayer porque nos sitúa delante de una realidad muy trágica para el hombre: la situación en la que queda si no vive en gracia de Dios: “Maestro, –le dirá un padre desesperado por su hijo enfermo– te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no le deja hablar y, cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces”.

Se comprende cómo se encuentra este “padre desesperado por su hijo”. La enfermedad a la que se refiere el Evangelio para que quede aún más claro que se trata de una situación del alma, no es una enfermedad física: un ciego, un cojo. Es un tipo de enfermedad que consiste en “un espíritu que no le deja hablar”.

Lo primero que hace un hombre alejado de Dios es “no habar” con Dios ni hablar de Dios a quienes en la tierra le podrían hablar de Dios. Cortar la conversación con Dios, al hombre siempre le lleva a degradarse, es decir, a bajar del nivel en el que había sido creado por Dios: Dios le creó ser racional, lo que le distingue precisamente de los otros reinos -animal, vegetal o mineral, por decirlo en esta división tradicional-: es su razón, la capacidad de dirigirse voluntariamente a Dios, hablar con Él, lo que le hace superior.

Por eso, nos dice el Evangelio que cuando el hombre “no habla” con Dios, este espíritu domina al hombre, y “lo agarra, lo tira al suelo”, es decir, lo degrada, lo baja, lo tira hacia abajo. No dice que sea un espíritu que “lo agarra y lo tira hacia arriba”, no; sino que “lo tira al suelo”.

Desde ahí, degradado, en lugar de hablar “echa espumarajos”. La espuma es símbolo siempre de la vaciedad, de la nada. No dice nada, no tiene nada: cuando la espuma desciende de su hinchada forma, no queda nada; a todo caso, una baba reseca y sucia. Así sucede con los que se hinchan con la vaciedad de la soberbia y, orgullosos, retiran el habla a Dios. Al final, de su boca no ha salido nada más que espuma, o, a decir, del Evangelio, “espumarajos”. ¿En qué se queda el hombre, aunque fuera un premio Nobel, si se separa de Dios?

La frase que utiliza el evangelista a continuación, cuando quiere expresar cómo está este hijo después de todo esto, es una frase que tiene todo un simbolismo escatológico, es decir, que hace referencia al más allá, a después de la muerte. Lo que le pasa a éste hijo, además de todo lo que ya hemos dicho, es que: “rechina los dientes”. Así, cuando Jesús habla del infierno en el Evangelio dice “que allí será el llanto y rechinar de dientes”. Se nos está animando aquí, como hace el padre de este chico, a que recemos para que Dios intervenga, porque el tema es muy serio. No es un cojo ni un ciego, que todo esto, al fin de cuentas, pasa y si no pasa desde un punto de vista teleológico o finalista, daría lo mismo. Pero la condenación eterna ya nunca pasará.

Y, por eso, termina la descripción diciendo que su hijo “se queda tieso”, como muerto. En realidad un hombre sin la gracia de Dios tiene “el alma muerta”. De hecho, versículos más abajo, dice que “el niño se quedó como un cadáver, de modo que la multitud decía que estaba muerto”.

El colofón lo pondrá el Señor, diciendo lo que debemos hacer en estos casos: “Jesús lo levantó, cogiéndolo de la mano, y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?» Él les respondió: -«Esta especie sólo puede salir con oración.»